domingo, 18 de noviembre de 2018

Tu nombre es un perfume que se derrama (II)


En la mesa nos aguardan una multitud de dulces cuidadosamente dispuestos, con una gracia sencilla que no llega a ser, sin embargo, espontánea. A decir verdad, toda la habitación está en perfecto orden, como si cada cosa hubiera sido colocada obedeciendo un diseño preestablecido, algo que la cantidad limitada de muebles y objetos contribuye amablemente a disimular. En un casto esfuerzo por evitar mirar una enésima vez más la apetecible montaña de galletitas, decido fijarme en el solemne ejemplar de la Biblia que yace a mi lado, abierto con impudicia sobre un macizo atril de madera. Es una edición voluptuosa, de hojas largas como un chiquillo de tres años y márgenes espaciosos para descansar los ojos, como una avenida ancha que permitiera pasear despacio. Leo, en la página que oblicuamente se nos ofrece, un título antiguo, pronunciado hace mucho tiempo, que resuena en mi cabeza entre los vapores perfumados del pasado: Cantar de los cantares.

Quisiera decírselo, al instante, a Enrico, pero tengo que callarme y obligar a mis ojos a apartarse, no ya de los tentadores dulces, sino del traslúcido rostro de Jean-Pierre, que continua sentado, rígido pero reposado, con las blancas manos cruzadas sobre su regazo hueco. El Cantar de los cantares lo leí por primera vez en mi adolescencia temprana, bajo la tutela de un profesor de lengua que aligeraba su carácter algo estúpido y su indisimulada fascinación por las alumnas, especialmente aquellas de aspecto infantil y aún sin granar, con arrebatos clarividentes en los cuáles nos hacía leer textos clásicos o impartía breves cursos sobre la historia del cine, que para mi suponían, como no podría ser de otra forma a esa edad, una especie de revelación. Recuerdo bien esa lectura sobre flores y pieles, en la estrecha aula de aire abigarrado y luz arenosa, y mi incredulidad ante la belleza de un libro que, como una idiota, había prejuzgado como gris y sin brisa.

La conversación prosigue alrededor de la mesita de café y Jean-Pierre despliega un humor irónico y sutil, un poco demasiado amargo para su cuerpecillo de anémico, tan gaseoso. Explica, aceptando nuestra curiosidad por su vida cotidiana como algo natural, que la rutina en el monasterio es pausada y aislada; exceptuando los domingos, que es el día de la comunidad y en el que, si la meteorología lo permite, recorren, en grupo, algún sendero agreste. Sus frágiles manos dibujan a veces arcos suaves, de una precisión severa. Inevitablemente, la malicia se ha apoderado de mi juicio sobre Jean-Pierre des de que he descubierto el objeto de su lectura, y me siento poseedora de un secreto oscuro y juguetón, que me cosquillea por dentro. Esta malicia no es, sin embargo, puramente mezquina: en un lugar tan concienzudamente ordenado como la habitación donde nos hallamos, esa Biblia abierta en el Cantar de los cantares es indudablemente un gesto intencionado, singular, casi provocativo.

domingo, 2 de septiembre de 2018

Tu nombre es un perfume que se derrama (I)

El monasterio se halla en medio de una claridad que aparece de un tropiezo, en una planicie escueta y accidentada, como un descuido en el dedo que trazaba el camino. El verde que nos recibe desprende una luminosidad ácida pero a su vez madura, ensombrecida por la premonición temprana, aunque certera, de las nieves invernales. Más allá, la carretera prosigue y vuelve a adentrarse, ajena a nosotros, en la humedad femenina del bosque, donde las hojas, arropadas por los grandes árboles, conservan aún la inocente ternura de la primera primavera. Un hombre alto y joven viene a nuestro encuentro, mostrando sus pesados dientes de buey entre el rojo de una barba crespa, vestido con una túnica parduzca que alcanza cubrirle los pies. Su rostro posee cierta fuerza impersonal y simpática, que si bien podrían hacer de él, perfectamente, un lobo de ciudad o un marinero, en este contexto lo convierten en un monje algo inusual. La misma mezcla entre elementos arcaicos y modernos coexiste incomódamente en el paisaje que nos rodea. Así, poco después de visitar el anciano convento para mujeres cuyas gigantescas puertas lucen el negro de los siglos, nos topamos con un fuerte olor a cemento mojado y un desordenado amasijo de ladrillos, sacos y utensilios olvidados. Se trata de una ambiciosa ampliación del convento masculino, en cuya construcción el monje-marinero ocupa el tiempo que, de otro modo y sin el beneplácito de cierto mentor suspicaz y generoso, pertenecería irremediablemente a la languidez de las plegarias.

Jean-Pierre -así es como se llama el monje que hemos venido a ver- acude a darnos la bienvenida justamente aquí, entre las paredes a medio hacer, con su cuerpecillo de cabra y su dulce cara que, despojada de los signos de la edad, sería la de un niño enfermo. Lleva las mejillas y la cabeza pulcramente afeitadas con una precisión casi coqueta, en cuya comparación la barba roja del otro monje adquiere un aire brutal, insensible. Tiempo después tendré que recordar ese detalle como una expresión de disciplina pero, también, de un deseo explícito de aferrarse al mundo de los hombres, de no desprenderse jamás, enteramente, de la mirada de los otros. A pesar de eso, la figura de Jean-Pierre logra encajar, en mi mente, con el prototipo de un anacoreta: su voz que se extingue, su mirada esquiva y a su vez punzante, sus ojos de un azul puro.

Nos dirigimos todos juntos a su casa, cuadrada y recogida, cuyo interior huele intensamente a yeso fresco. Los muebles son silenciosos y de perfil austero, tan solo una inspección atenta descubre un trabajo sutil de madera maciza. En efecto, nada en este lugar logra llamar, a primera vista, la atención: se respira un bienestar geométrico, una suavidad de colores neutros, incluso las tres ventanas ofrecen el insospechado sosiego del tamaño justo, ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Nos asomamos, antes de tomarnos el café, a la que vigila sigilosamente el estanque: se escucha un correr invisible de agua y un árbol centenario oculta casi enteramente el cielo de media tarde. Jean-Pierre me explica que los hombres no tienen tareas manuales obligatorias y, como ejemplo, me señala con su blanca mano dos retazos indiscretos de jardín: uno repleto de rosales, el otro de maleza.

sábado, 18 de agosto de 2018

Minúsculo y negro

Me viene a visitar de noche, ya recostada en la cama, la imagen de dos hombres sentados bajo el porche de madera de una taberna cuyo tembloroso techo resiste enzarzado de glicina, a pocos pasos del agua de un puerto. Alrededor de los dos hombres flota, como flota a veces un pez muerto en la superficie del mar, un aire granado por el sudor y el tabaco, picante y áspero, que produce una asfixia incansable: el olor de un Dios angustiado y trasnochado.
 Puedo ver, claramente, los cabellos de un rubio quemado sobre la piel rojiza, oxidada, de su brazo arbóreo; las rallas de la camisa pegajosas y olvidadas; los agujeros en la boca que centellean como adornos de obsidiana. Las nucas que apestan a sal se giran ante el caminar de una adolescente, cuyo pelo oscuro viene cubierto con un pañuelo rosado, vaporoso y extraño como la piel de un niño. La tabernera lo observa todo des de la medio penumbra, gordísima e impasible, con unos ojos que apenas logran abrirse paso entre los duros pómulos, llenos de hiel y de grasa. 
La imagen me usa, como a un trapo, para limpiarse, y una vez definida comienza poco a poco a extinguirse, ligera y agotada, hasta casi entregarme de nuevo al insomnio. Tan solo el olor absorbente del tabaco sudado persiste, frío y obsesivo, mientras mi mente vuelve una y otra vez sobre el círculo del cenicero donde una colilla se rompe y la mano aproxima un cigarrillo corto, cual un dedo minúsculo y negro...



viernes, 22 de julio de 2016

Sueño de un paseo de verano



No podía dejar de recordar, entre sueños, ese momento en que la playa recibe los últimos rastros de claridad pura, antes del crepúsculo. Es cuando el mar se ve convertido en una enorme cola de pez que uno sabe que se acerca la noche y el día nos está ofreciendo su cálido beso postrero. El agua, harta de sol, devuelve los rayos de luz como una escama tornasolada y sólo la brisa logra arrugar, como arruga la edad la piel que fue eternamente joven, la superficie de sus mil espejos verdosos.
Detrás, la tierra ciñe con su abrazo calmoso la bahía, y el sol que, demorado, aún la alcanza, la cubre para mis ojos de un algodón rosado y ardiente. Parece, junto la exactitud cristalina del agua, la promesa brumosa de los amores de la noche, de los olores que empiezan a abrirse y a arrojarse, ciegamente, al océano. 
Los pájaros, cansados y mojados, vuelan en círculos cada vez más cercanos a la costa, buscando peces escondidos bajo el velo de oblicuidad. Y cuando finalmente uno se desanima, va y se posa, mojado y orgulloso, sobre ese barco que ya duerme, con su áncora enganchada en las profundidades de mi sueño...

miércoles, 25 de mayo de 2016

Todo agua

Justo ahora, tan cerca de la estación seca, se ha vuelto todo agua. Hasta las piedras, ajenas al mundo, quieren ondularse bajo el efecto del calor mientras el camino, como una raya olvidada de mar, parte en dos los tintes rojos y verdes que cubren las curvas de tierra. El campo está repleto de pequeños bancos de olores que viajan silbando, con formas de pez: se esconden tímidamente en la oscuridad rocosa de los árboles para luego escaparse, fríos y brillantes, al acercarme yo o al romper el viento... Entonces imagino por un momento a Jiménez y su burro, mitad sueño mitad niño, caminando por aquí...

Es agua todo y las hojas, doblado su peso bajo el bochorno de luz, parece que gotean perlitas de aceite. Una vez más pienso que, si hay un tiempo justo para morir de viejo, tiene que ser este: en brazos del pino y la higuera, del romero y la lavanda, del jazmín. Morir, como sólo se puede vivir verdaderamente: en la estación del mar y de la infancia, cuando la luz se derrama con tanta benevolencia que logra endulzar el frescor de las sombras.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Persona



Hablaba y hablaba. Hablaba abundantemente, como no podía ser de otra forma, sobre los rostros:
“La expresión facial, en Bergman, no supone una manifestación de la angustia sufrida por el personaje sino una revelación especular de la que experimenta el inocente espectador. Inocente? Sí, por supuesto, tremendamente. La exposición incesante a una cara desconocida es un ataque y como tal no puede más que provocar inquietud y repugnancia, puesto que cualquier exhibicionismo, aunque bello, pretende en el fondo molestar al público y arrancarle de su pasmosa comodidad. Penosa, perdón, penosa comodidad.”
Era exactamente así? Lo supongo. En cualquier caso, al ser repetida ahora rostros parece una palabra más gentil, más hermosa. En el aleteo de la lengua que acompaña su pronunciación se observa el vuelo típico de la mariposa; su fonética abstrusa la empareja, accidentalmente, con rastro y todo lo que éste término conlleva de espectral e imperfecto. 
Pero si nos fijamos, por ejemplo, en las escenas de fondo indistinguible, las facciones se destacan con una inmutabilidad que no pertenece al cine, ni siquiera a la fotografía. Los cuerpos, delimitados por la extensión de su propia sombra, son los de la escultura griega clásica. Esto explica cierto hieratismo en el movimiento, la textura especial de la carne cuando recibe la luz que devuelve, en la gran pantalla, con la pureza de un material precioso e incorruptible. Únicamente del mármol puede proceder la fría sensualidad de unos rostros que nos miran sin que nuestra sedienta mirada logre tocarles nunca.”
Visto así, el que escucha está condenado a una idéntica crueldad. Lo dicho nos alcanza sin que llegue a pertenecernos plenamente... como una flecha errada que nos hiriera sin acertar a matarnos. Hablaba, hablaba. Un puñal despuntado, una bala perdida.

sábado, 27 de diciembre de 2014

Desterrazados



La terraza se halla definitivamente clausurada. Los decrépitos aires de diciembre son ahora su último visitante, lejos queda el tiempo en el que su delicada extensión nos ofrecía sin pudor el aromático jardín musulmán junto al fresco retal de la campiña inglesa. El sol y la lectura también han abandonado sus dominios, y una vez exiliada la calurosa desnudez veraniega son ahora las glicinas las únicas que muestran sus hombros tostados a unos vecinos apenas enardecidos. Incluso el mirlo, que imperdonablemente acudía a excavar las tiernas profundidades del hibiscus rojo, parece habernos olvidado. En su lugar proliferan las prímulas de piedra y el insípido marrón enarbola orgulloso su bandera. El clima nos ha desterrado a un invernadero cuya flor más duradera es la del desencanto. Debimos de pecar terriblemente para ser expulsados de nuevo del paraíso.