Me viene a visitar de noche, ya recostada en la cama,
la imagen de dos hombres sentados bajo el porche de madera de una
taberna cuyo tembloroso techo resiste enzarzado de glicina, a pocos
pasos del agua de un puerto. Alrededor de los dos hombres flota, como
flota a veces un pez muerto en la superficie del mar, un aire granado
por el sudor y el tabaco, picante y áspero, que produce una asfixia
incansable: el olor de un Dios angustiado y trasnochado.
Puedo ver,
claramente, los cabellos de un rubio quemado sobre la piel rojiza,
oxidada, de su brazo arbóreo; las rallas de la camisa pegajosas y
olvidadas; los agujeros en la boca que centellean como adornos de
obsidiana. Las nucas que apestan a sal se giran ante el caminar de
una adolescente, cuyo pelo oscuro viene cubierto con un pañuelo
rosado, vaporoso y extraño como la piel de un niño. La tabernera
lo observa todo des de la medio penumbra, gordísima e impasible, con
unos ojos que apenas logran abrirse paso entre los duros pómulos,
llenos de hiel y de grasa.
La imagen me usa, como a un trapo, para
limpiarse, y una vez definida comienza poco a poco a extinguirse,
ligera y agotada, hasta casi entregarme de nuevo al insomnio. Tan
solo el olor absorbente del tabaco sudado persiste, frío y obsesivo,
mientras mi mente vuelve una y otra vez sobre el círculo del
cenicero donde una colilla se rompe y la mano aproxima un cigarrillo
corto, cual un dedo minúsculo y negro...