El monasterio se halla en medio de una claridad que aparece de un tropiezo, en una planicie escueta y accidentada, como un descuido en el dedo que trazaba el camino. El verde que nos recibe desprende una luminosidad ácida pero a su vez madura, ensombrecida por la premonición temprana, aunque certera, de las nieves invernales. Más allá, la carretera prosigue y vuelve a adentrarse, ajena a nosotros, en la humedad femenina del bosque, donde las hojas, arropadas por los grandes árboles, conservan aún la inocente ternura de la primera primavera. Un hombre alto y joven viene a nuestro encuentro, mostrando sus pesados dientes de buey entre el rojo de una barba crespa, vestido con una túnica parduzca que alcanza cubrirle los pies. Su rostro posee cierta fuerza impersonal y simpática, que si bien podrían hacer de él, perfectamente, un lobo de ciudad o un marinero, en este contexto lo convierten en un monje algo inusual. La misma mezcla entre elementos arcaicos y modernos coexiste incomódamente en el paisaje que nos rodea. Así, poco después de visitar el anciano convento para mujeres cuyas gigantescas puertas lucen el negro de los siglos, nos topamos con un fuerte olor a cemento mojado y un desordenado amasijo de ladrillos, sacos y utensilios olvidados. Se trata de una ambiciosa ampliación del convento masculino, en cuya construcción el monje-marinero ocupa el tiempo que, de otro modo y sin el beneplácito de cierto mentor suspicaz y generoso, pertenecería irremediablemente a la languidez de las plegarias.
Jean-Pierre -así es como se llama el monje que hemos venido a ver- acude a darnos la bienvenida justamente aquí, entre las paredes a medio hacer, con su cuerpecillo de cabra y su dulce cara que, despojada de los signos de la edad, sería la de un niño enfermo. Lleva las mejillas y la cabeza pulcramente afeitadas con una precisión casi coqueta, en cuya comparación la barba roja del otro monje adquiere un aire brutal, insensible. Tiempo después tendré que recordar ese detalle como una expresión de disciplina pero, también, de un deseo explícito de aferrarse al mundo de los hombres, de no desprenderse jamás, enteramente, de la mirada de los otros. A pesar de eso, la figura de Jean-Pierre logra encajar, en mi mente, con el prototipo de un anacoreta: su voz que se extingue, su mirada esquiva y a su vez punzante, sus ojos de un azul puro.
Nos dirigimos todos juntos a su casa, cuadrada y recogida, cuyo interior huele intensamente a yeso fresco. Los muebles son silenciosos y de perfil austero, tan solo una inspección atenta descubre un trabajo sutil de madera maciza. En efecto, nada en este lugar logra llamar, a primera vista, la atención: se respira un bienestar geométrico, una suavidad de colores neutros, incluso las tres ventanas ofrecen el insospechado sosiego del tamaño justo, ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Nos asomamos, antes de tomarnos el café, a la que vigila sigilosamente el estanque: se escucha un correr invisible de agua y un árbol centenario oculta casi enteramente el cielo de media tarde. Jean-Pierre me explica que los hombres no tienen tareas manuales obligatorias y, como ejemplo, me señala con su blanca mano dos retazos indiscretos de jardín: uno repleto de rosales, el otro de maleza.