Hablaba y
hablaba. Hablaba abundantemente, como no podía ser de otra forma,
sobre los rostros:
“La
expresión facial, en Bergman, no supone una manifestación de la
angustia sufrida por el personaje sino una revelación especular de
la que experimenta el inocente espectador. Inocente? Sí, por
supuesto, tremendamente. La exposición incesante a una cara
desconocida es un ataque y como tal no puede más que provocar
inquietud y repugnancia, puesto que cualquier exhibicionismo, aunque
bello, pretende en el fondo molestar al público y arrancarle de su
pasmosa comodidad. Penosa, perdón, penosa comodidad.”
Era
exactamente así? Lo supongo. En cualquier caso, al ser repetida ahora
rostros parece una palabra más gentil, más hermosa. En el
aleteo de la lengua que acompaña su pronunciación se observa el vuelo típico de la mariposa; su fonética abstrusa la empareja,
accidentalmente, con rastro y
todo lo que éste término conlleva de espectral e imperfecto.
“Pero
si nos fijamos, por ejemplo, en las escenas de fondo indistinguible, las
facciones se destacan con una inmutabilidad que no pertenece al cine,
ni siquiera a la fotografía. Los cuerpos, delimitados por la
extensión de su propia sombra, son los de la escultura griega
clásica. Esto explica cierto hieratismo en el movimiento, la textura
especial de la carne cuando recibe la luz que devuelve, en la gran
pantalla, con la pureza de un material precioso e incorruptible. Únicamente del
mármol puede proceder la fría sensualidad de unos rostros que nos
miran sin que nuestra sedienta mirada logre tocarles nunca.”
Visto
así, el que escucha está condenado a una idéntica crueldad. Lo dicho
nos alcanza sin que llegue a pertenecernos plenamente... como una
flecha errada que nos hiriera sin acertar a matarnos. Hablaba, hablaba. Un puñal despuntado, una bala perdida.