Justo ahora, tan cerca de la estación seca, se ha vuelto todo agua. Hasta las piedras, ajenas al mundo, quieren ondularse bajo el efecto del calor mientras el camino, como una raya olvidada de mar, parte en dos los tintes rojos y verdes que cubren las curvas de tierra. El campo está repleto de pequeños bancos de olores que viajan silbando, con formas de pez: se esconden tímidamente en la oscuridad rocosa de los
árboles para luego escaparse, fríos y brillantes, al acercarme
yo o al romper el viento... Entonces imagino por un momento a Jiménez y
su burro, mitad sueño mitad niño, caminando por aquí...
Es agua todo y las hojas, doblado su peso bajo el bochorno de luz, parece que gotean perlitas de aceite. Una vez más pienso que, si hay un tiempo justo para morir de viejo, tiene que ser este: en brazos del pino y la higuera, del romero y la lavanda, del jazmín. Morir, como sólo se puede vivir verdaderamente: en la estación del mar y de la infancia, cuando la luz se derrama con tanta benevolencia que logra endulzar el frescor de las sombras.