La terraza se halla definitivamente
clausurada. Los decrépitos aires de diciembre son ahora su último
visitante, lejos queda el tiempo en el que su delicada extensión nos
ofrecía sin pudor el aromático jardín musulmán junto al fresco
retal de la campiña inglesa. El sol y la lectura también han
abandonado sus dominios, y una vez exiliada la calurosa desnudez
veraniega son ahora las glicinas las únicas que muestran sus hombros
tostados a unos vecinos apenas enardecidos. Incluso el mirlo, que
imperdonablemente acudía a excavar las tiernas profundidades del
hibiscus rojo, parece habernos olvidado. En su lugar proliferan las
prímulas de piedra y el insípido marrón enarbola orgulloso su
bandera. El clima nos ha desterrado a un invernadero cuya flor más duradera es la del desencanto. Debimos
de pecar terriblemente para ser expulsados de nuevo del paraíso.