La
repetición de las estaciones es tan desquiciante como humana. Su
inmutable acontecer profiere a la existencia un ritmo cercano a la
sexualidad, la sensible temporalidad que es negada a las naturalezas
frígidas. Pero el secreto de su goce no yace en la fugacidad, ni en
el incesante empeño por atrapar lo transitorio. No se trata de mera
avaricia, sino del pecado original: la manzana del saber, y con ella,
el infinito placer de anticiparse a lo conocido. Por eso recibo cada
estación envenenada por las caricias del reencuentro y la
reconciliación. Las hojas amarillearán antes de caerse, vendrá el
mismo viento. Después, la azulada nieve.
Otoño. La
sonoridad es su mejor fotografía, su desnudo más sucio. La ñ
de retoño y añoranza, de niñez y año. Como podríamos separarlas?
No están ellas contenidas también en su nombre, no le pertenecen y
le son propias y ondean juntas bajo el ardid de un mago que manipula
hilos negros? La niña que añora el otoño. Otoño. La o es
de humo y de música jazz. La t lo palatal del beso, la dulce
percusión indispensable. Curioso que también la contenga tiempo, y
tardío. Y tarada. Sí, claro, tarada: acaso puede el manejo de las
viscosas relaciones entre palabras serle a una indiferente? Con razón
Nabokov recurre a ello para escribir sobre el incesto. El
insoportable, el bueno, el insoportablemente bueno Nabokov.
Así que
ahora estoy parafraseando al parafraseador innato. El otoño es una
frase: en el sentido más verbal del término, pero también en lo
referente al motivo, a la traducción y sobretodo a la paráfrasis,
tan necesaria y a la vez tan horrenda como para querer hablar de ella
todo el tiempo.
Parafraseo,
pues, una última o una primera vez. Sobre la degradación de la luz,
sobre como su pobreza y su enfermedad rescatan los rojos ahumados y
prohíben el rabioso verde, y devuelven al jazmín la suavidad de su
blanco, próximo al marfil, y permiten la abundancia, la riqueza y el
matiz apagando los brillos. Sobre la irrevocable tenebrosidad de las
madrugadas y la nostalgia del anochecer, cuando los perfumes del
verano aún nos arropan y no embriagan hasta confundirnos. Sobre la
dolorosa cadencia y decadencia del calor: su dorado goteo, los
últimos latidos que se escapan como peces, silbando, aleteando la
cola entre las aguas de lluvia que ahogan los tilos...
Parafraseo,
pues todo retorno es extraño a él mismo aunque no nos sea extraño
a los demás.