Algo la
retiene. Cada pocos segundos sucede: gira sobre ella misma y retuerce
sus primorosas patitas al aire, angustiosas hebras de cobre cortando
el satinado polvo que flota sobre la mesita de noche. Logra reponerse
y da de nuevo unos pasos, hasta que patéticamente recae y retoma su posición
de lucha: de una incomodidad cercana, de un familiar dramatismo.
En el fondo
la diminuta escena carece de la más mínima trascendencia, no me voy
a engañar. Resultaría francamente pueril hablar de insectos si no
fuera por Kafka. Nunca me ha acabado de agradar del todo su persona,
ni de hecho tampoco su texto. Pero el mío es una rechazo envidioso, o
mejor dicho, una aversión fruto del respeto. Seguramente la mayor proeza de un
escritor sea la de persuadir al mundo de que sus
lamentables miserias son verdaderamente tristes, y sobretodo,
sumamente importantes. En ese sentido, no le falta a la tragedia
kafkiana ni una pizca de convencimiento.
Así que ahora
gracias a sus esfuerzos por humanizar lo degradado o degradar lo
humano puedo compadecerme tranquilamente de una polilla, sin tener
por eso que soportar abigarrados reproches. Sí, papá, sé que te
reirás a carcajada limpia cuando leas esto. Pero hoy en día se
encuentran justificaciones para todo... Para orugas y mariposas me
reservo a Nabokov, contra el sacrificio de hormigas coloradas
esgrimiré a García Márquez. Mi más que antropomórfica proyección
sobre lo insignificante queda perdonada, la autoconcesión por fin
comprendida. También la propia realidad, al fin y al cabo, experimenta cierto
alivio al ser literaturizada.