Si es cierto que el roce hace el cariño, entonces la infeliz multitud que cogemos el metro cada mañana somos una muchedumbre de enamorados. En especial los días de mal tiempo ofrecen una montaña de veladas románticas, por no decir lujuriosas: los pasajeros nos fundimos en improvisadas orgías al blanquecino traqueteo del vagón, bañados en una luz temblorosa, espectral, lunar. Verdaderos desenfrenos de pasión matinal solamente interrumpidos por el resbaladizo pitido de las puertas cerrándose.
A los amantes platónicos del transporte público les bastaría con una de estas sesiones de ternura gratuita para desear hacerse con un Ferrari o para iniciarse en el hábito de fantasear con el exterminio de la raza humana. Es una pena que la mayoría de ellos se contenten con publicitar el producto y se abstengan de degustarlo. Una actitud intachablemente casta, sin duda. Pero para una ninfómana del asunto el eslogan perfecto está más que claro: “Abrazos para todos, y si además es usted mona le vamos a estar sobando el culo todo el viaje”.
Y que después digan que el río del amor no siempre desemboca en el mar del resentimiento...