La idea del retorno
siempre me ha parecido divertida. Encierra algo de autocomplaciencia,
tal vez incluso de malicia. En ella encontramos la promesa viciada
pero aún tentadora de que somos nosotros los que volvemos al pasado
y no el pasado el que acude a nosotros, en otras palabras: la certeza
de que los lastres abandonados permanecen donde los soltamos. Esta
mínima narración presupone una vida de los recuerdos y lo
pretérito aislada del momento presente, como si realmente pudiéramos
viajar a un lugar apartado del mundo, dirigirnos al sitio a partir del
no-sitio o saltar al aire des del vacío. El concepto
de verdadero retorno resulta tan absurdo como el de una huida irrevocable.
(Menuda forma de predicar
verdades inexactas... Mi maestro, si me viera escribir así, me
clavaría una aguja en cada uno de los veinte dedos... Pero el
sofismo, con toda su ingenuidad, nos ofrece la riqueza de los matices
y la confusión de los grises. En ese sentido y como en tantas otras
ocasiones, la ambigüedad es tan dulce como venenosa. Y lo peor es
que está al alcance de cualquiera, sobretodo al de mis queridos
psicólogos literatos).
Esta
manifiesta ilusión está acompañada por el sueño de la inmovilidad
y la suavidad del olvido, de forma que lo que adolece de
infantil también lo tiene de conmovedor. Sólo bajo el consenso
de una indulgente comprensión puede ser soportable un discurso de
este tipo, si es que los discursos sobre el pasado son de algún modo soportables.