Mostrando entradas con la etiqueta Paréntesis. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Paréntesis. Mostrar todas las entradas

martes, 7 de octubre de 2014

El extraño retorno (I)




La idea del retorno siempre me ha parecido divertida. Encierra algo de autocomplaciencia, tal vez incluso de malicia. En ella encontramos la promesa viciada pero aún tentadora de que somos nosotros los que volvemos al pasado y no el pasado el que acude a nosotros, en otras palabras: la certeza de que los lastres abandonados permanecen donde los soltamos. Esta mínima narración presupone una vida de los recuerdos y lo pretérito aislada del momento presente, como si realmente pudiéramos viajar a un lugar apartado del mundo, dirigirnos al sitio a partir del no-sitio o saltar al aire des del vacío. El concepto de verdadero retorno resulta tan absurdo como el de una huida irrevocable. 

(Menuda forma de predicar verdades inexactas... Mi maestro, si me viera escribir así, me clavaría una aguja en cada uno de los veinte dedos... Pero el sofismo, con toda su ingenuidad, nos ofrece la riqueza de los matices y la confusión de los grises. En ese sentido y como en tantas otras ocasiones, la ambigüedad es tan dulce como venenosa. Y lo peor es que está al alcance de cualquiera, sobretodo al de mis queridos psicólogos literatos).

Esta manifiesta ilusión está acompañada por el sueño de la inmovilidad y la suavidad del olvido, de forma que lo que adolece de infantil también lo tiene de conmovedor. Sólo bajo el consenso de una indulgente comprensión puede ser soportable un discurso de este tipo, si es que los discursos sobre el pasado son de algún modo soportables.


domingo, 2 de octubre de 2011

Desde la ventana

Hay en todas las ventanas algo enigmático y casi mágico que nos empuja a asomarnos a ellas, a abrir más los ojos y respirar más fuerte cuando estamos apoyados en un alféizar pintado de blanco o en la barandilla retorcida de un balcón que cuando andamos pisando los adoquines viejos de la calle, a prestar atención a detalles y gestos que en otras ocasiones ni siquiera advertiríamos porque, desde las alturas, nos sentimos dueños del mundo, poseedores de un secreto tan fantástico e insospechado que solamente podía ser descubierto desde una situación privilegiada,
La hija del señor Feliu conoce este poder revelador de las ventanas y por eso pasa la mayor parte de su tiempo libre asomada a la suya, con las manos sudorosas agarradas en el marco azul que hace tiempo que ha dejado de manchar y los ojos desnudos. De hecho, justo en este instante la muchacha está sentada en el pequeño espacio entre el marco y su pequeño tiesto de geranios rojos, mirando las motas de polvo que se balancean en el aire tierno. Es ese momento del día, entre la tarde y el anochecer, en que las sombras se vuelven moradas y el aire adquiere una textura blanda, dulce, casi temblorosa. En la calle hay bastante gente y como es sábado se oye el murmullo sordo de la fiesta que se avecina. Pero no es un ruido perturbador, ni mucho menos, más bien parece el sonido de una fuente que borbollea, como si la noche se deslizara suavemente bajo tierra y sólo se pudiera oír su blanco susurro y ver su jadeo pesado, húmedo, de luz violeta.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Pequeñas alegrías

El viento de invierno ha llegado por fin a Barcelona y por primera vez en mucho tiempo hace frío. Quizás no sea un frío cierto, pero tampoco se puede decir realmente que sea de mentira. Las pruebas son irrefutables: la gente se tapa de noche y cierra el aire acondicionado para abrir las ventanas, los flacuchos y deprimidos ya empiezan a estornudar y el señor Feliu ha corroborado con sus prismáticos de correa azul que el vecino gordo de enfrente ya no se pone desodorante seis veces al día, sinó sólo dos. Sin embargo este frío encierra algo engañoso: quizás deberíamos llamarle el último viento de verano en vez del primer viento de invierno.
El personaje que nos ocupa lee ahora en su habitación de madera, y por la ventana entra el aire extrañamente limpio y delicado. Ha empezado un nuevo libro y se sorprende al encontrar, ya entre las primeras páginas, una crítica al modo de vida de hoy en día; crítica que encierra una verdad pequeña, prácticamente invisible, pero no por eso menos reveladora.

“Este carácter vertiginoso de la vida actual ha ejercido sobre nosotros su nefasta influencia ya desde la primera educación; es triste, pero inevitable. Lo peor es que la prisa de la vida moderna se ha apoderado ya de nuestras escasas parcelas de ocio; nuestra forma de gozar y divertirnos apenas es menos nerviosa y azacanada que la barahúnda de nuestro trabajo. “La mayor cantidad posible y la mayor celeridad posible”, es la consigna. La consecuencia de ello es el aumento progresivo del placer y la disminución progresiva de la alegría. […]
Yo no dispongo de una receta universal, como no dispone nadie, contra esta situación deplorable. Pero quiero traer a la memoria una consigna nada moderna, muy vieja: el disfrute moderado es doble disfrute. Y: no desatendáis las pequeñas alegrías.”

Se apunta pacientemente la cita en su cuaderno de páginas blancas y anota en un lado, con letra diminuta, la referencia: Hermann Hesse, Pequeñas alegrías (Alianza Editorial). Han pasado diez largos minutos mientras copiaba el texto en su libretita, pero él asiente satisfecho convencido de que ha valido la pena. Verdades así no se encuentran todos los días, ni siquiera cuando hace frío.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Tardes de septiembre: Primera parte.

Es septiembre y se empiezan a amontonar las tardes de septiembre como todos los años. Se apilan unas encima de otras en una estructura desigual, irregular: las hay que huelen a pescado frito, a café, a sexo de hombre; las hay que vienen mojadas de lluvia, bañadas de sol, sucias de mocos otoñales; las hay nuevas, caducadas, gastadas, rotas, aunque no por eso dejan de ser re-utilizables, reciclables, sostenibles; las hay de color gris cielo o rojo panocha; las hay que destacan sobre otras como un leve refulgir del verano y las que se hunden en un frío seco que viene a ser el invierno.
El señor Feliu se las mira desde su balcón en la calle Diagonal y piensa que aunque parezcan diferentes, son todas idénticas: una misma tarde de septiembre, eterna e imperturbable, con su silencio plácido justo antes del anochecer y ese murmullo familiar y reconciliador en la hora punta; con los grititos histéricos de las dependientas que explican sus maravillosos viajes por el mundo al que viene a comprar jamón y la cara aliviada y casi alegre de los ejecutivos que vuelven a la oficina tras unas interminables vacaciones en familia; con sus días tristes de depresión post-vacacional y la charla con la psicoterapeuta de tetas enormes, y los raros días de rebelión interior en que uno decide que no va pagar más impuestos mientras los ricos aún paguen tan poco; con los leves quejidos casi imperceptibles que producen los engranajes cuando vuelven a encajar y el soplido suave pero angustioso del sistema que se reinicia.

Pero sobretodo el mes de septiembre es un mes quieto, y el señor Feliu observa sentado en su silla de plástico azul comiendo unas patatas de bolsa como a pesar del ruido que inunda de nuevo la Diagonal, la ciudad está más callada que nunca: la gente vuelve con la cabeza gacha y la boca cerrada a enfrentarse contra su magnifica colección de problemas y su aún más preciado sinfín de soluciones. Porque en el lugar donde todo es posible, nadie fracasa; los niños no son tontos sino especiales, las mujeres no son frígidas sino espirituales, y los hombres no son idiotas, sino que únicamente se adaptan al sistema.