Es septiembre y se empiezan a amontonar las tardes de septiembre como todos los años. Se apilan unas encima de otras en una estructura desigual, irregular: las hay que huelen a pescado frito, a café, a sexo de hombre; las hay que vienen mojadas de lluvia, bañadas de sol, sucias de mocos otoñales; las hay nuevas, caducadas, gastadas, rotas, aunque no por eso dejan de ser re-utilizables, reciclables, sostenibles; las hay de color gris cielo o rojo panocha; las hay que destacan sobre otras como un leve refulgir del verano y las que se hunden en un frío seco que viene a ser el invierno.
El señor Feliu se las mira desde su balcón en la calle Diagonal y piensa que aunque parezcan diferentes, son todas idénticas: una misma tarde de septiembre, eterna e imperturbable, con su silencio plácido justo antes del anochecer y ese murmullo familiar y reconciliador en la hora punta; con los grititos histéricos de las dependientas que explican sus maravillosos viajes por el mundo al que viene a comprar jamón y la cara aliviada y casi alegre de los ejecutivos que vuelven a la oficina tras unas interminables vacaciones en familia; con sus días tristes de depresión post-vacacional y la charla con la psicoterapeuta de tetas enormes, y los raros días de rebelión interior en que uno decide que no va pagar más impuestos mientras los ricos aún paguen tan poco; con los leves quejidos casi imperceptibles que producen los engranajes cuando vuelven a encajar y el soplido suave pero angustioso del sistema que se reinicia.
Pero sobretodo el mes de septiembre es un mes quieto, y el señor Feliu observa sentado en su silla de plástico azul comiendo unas patatas de bolsa como a pesar del ruido que inunda de nuevo la Diagonal, la ciudad está más callada que nunca: la gente vuelve con la cabeza gacha y la boca cerrada a enfrentarse contra su magnifica colección de problemas y su aún más preciado sinfín de soluciones. Porque en el lugar donde todo es posible, nadie fracasa; los niños no son tontos sino especiales, las mujeres no son frígidas sino espirituales, y los hombres no son idiotas, sino que únicamente se adaptan al sistema.