Entonces la noche, muy larga. Las calles se ponen nuevas y limpian el sol, para que vuelva a brillar, y en los bares se queda la gente a hablar y a charlar y a volver a hablar; aunque también hay los que se quedan porque echan de menos los vasos de su casa y los del bar se parecen en la forma y en el color pero es muy tarde, y se gastaron las palabras, y los minutos de espera, y la máquina se quedó sin tabaco y él sin lágrimas para llorar. Y al lado del cristal empañado hay un señor con una chaqueta marrón y los bolsillos gastados, que tiene rosas en el balcón pero está triste porque él quiere amapolas, y por eso hoy mira azul, y es el señor de azul; pero todo el mundo sabe que está enamorado de la camarera, y a ella le gustan los claveles de poeta violetas y los churros con chocolate.
Y el bar lleno de luz como un escaparate, y en las calles frías ni un suspiro, ni una pisada; y las caperucitas tienen que volver a casa a tientas, de la mano del lobo, porque a horas tan viejas ya no se pueden tirar migas, ni monedas ni piedras, y apenas permiten pensar por dentro y con mucho cuidado con lo que se piensa. Y claro, cuando se apagan las luces, porque los escaparates cierran, las calles se llenan de personajes de cuentos que vuelven a casa, muy despacito, y algunos incluso se quedan a esperar que acabe el día, volviendo a ningún sitio, paseando sin hacer ruido y quedándose a descansar en una esquina, pero con mucho cuidado y amor porque, por si alguien no lo sabe, las calles y esquinas son terriblemente irritantes; y las farolas desveladas de madrugada, suegras al cubo.