Si bien no había logrado imaginar con certeza el color de su piel, la textura de su carne o el grado de acidez de su jugo; si bien no hubiera podido responder con seguridad si tendría semillas y una ramita corta en la punta; si bien aún dudaba sobre su tamaño y por tanto si podría alcanzar a verla -¿únicamente lo finito puede ser perfecto o tan sólo lo infinito puede llegar a albergar la perfección?- lo cierto es que sí era lo suficientemente inteligente como para adivinar su forma.
Des de pequeño solía soñar con ella al menos una vez al mes. No importaba la noche: podía soplar viento de primavera, lleno de polen amarillo y moscas de color cartón, o el aire blanco de las tormentas de hielo; podía haber luna llena o la ventana húmeda de vaho; podían brillar luces calientes dentro de unos farolillos japoneses hechos con papel coloreado -azul, violeta, rojo y naranja- junto al humo verdoso de los hombres con pipa fumando en el patio, o bien un vacío negro lleno de un silencio que, de tan muerto, parecía vivo. En cualquier estación, lugar y compañía, él tenía una y otra vez el mismo sueño:
Estaba en una estancia vacía, ancha y alta, esmaltada de blanco y con las esquinas -solamente alcanzaba a ver una, muy lejana, arriba a la izquierda, y aunque él nunca se lo planteara, aquí podemos deducir que la habitación no debía ser cuadrada pues faltaba el ángulo correspondiente debajo- rematadas con papel de oro. Se oía el correr del agua y el suelo estaba cubierto por una infinitud interminable de zapatos, un océano multicolor que se prolongaban hasta el horizonte y teñían la escena de una atmósfera agradable, casi familiar, pues de lo contrario la misma estancia desnuda hubiera resultado tan hostil y desagradable como el cuarto de un centro psiquiátrico. Sin embargo, ocurrían dos cosas extrañas con los zapatos:
- Primera: ninguno de ellos olía. No desprendían ningún tipo de perfume: ni a nuevo, ni a viejo, ni a sudado, ni a limpio, ni siquiera a desinfectado. No olían ni a tierra mojada, ni a arena, ni a agua de río, ni a moqueta inglesa, ni a mármol, ni a lana de calcetín, ni a piel limpia y hidratada con crema blanca, ni a laca de uñas, ni, por supuesto, a queso.
- Segunda: estaban todos ordenados de forma muy peculiar, en fila, como si se siguieran unos a otros, pero de modo que se iban curvando suave, casi imperceptiblemente, en unos remolinos diminutos y a la vez gigantes.
Estas peculiaridades asombraban más al personaje dormido que la propia habitación, e impregnaban la imagen de ese magnetismo característico de la ilusión. No importaba cuantas veces hubiera tenido el mismo sueño antes, siempre le embriagaba la misma sensación de incredulidad cuando, perdido en aquel enorme vació blanco, descubría que el zapato sobre el cual se arrastraba ahora mismo no olía, ni tampoco el siguiente, ni el otro, ni el de más allá. Si entonces levantaba un poco su pequeño hocico de las profundidades de aroma negra, delante de sus ojos se destapaba un universo entero: con montañas, mares, volcanes, ríos y nieblas de zapatos, todos de distintas formas, tamaños y colores, todos desparejados y sin olor. Y, en el fondo, suspendida en el aire, estaba ella: la manzana perfecta.
En ese momento empezaba a tiritar de placer, se le dilataban las pupilas y, ronroneando como un gato, se enroscaba en un laberinto de carne y aliento para intentar encerrar para siempre esa felicidad inmensa. Su abuela, que dormía a su lado con su manta de lana azul y un vaso de leche en la mesita de noche, le despertada con un beso en la frente y los ojos asustados, pensando que unos temblores como esos solo podían ser obra del diablo o de una cena pesada, cosa que era imposible pues hacía más de un mes que tan solo comían lechuga.