El señor Feliu deja a veces arrinconadas su silla y su bolsa de patatitas en un rincón y sube carraspeando hasta la azotea de su edificio. Con tanta vuelta al cole, cursillos de sensibilización a la música o de iniciación al ioga para bebés, ofertas para aprender inglés en dos semanas y colecciones de abanicos, sellos o modelos de BMW antiguos que según dicen, actúan como perfectos sustitutivos de la actividad sexual, llega un momento en que él mismo se pregunta si la perversión lingüística en la que vive no le estará afectando a él también y un día no muy lejano descubrirá que se ha convertido en un sordomudo de esos que llevan su hijo de tres años a clases de sushi en grupo. Quién sabe.
El señor Feliu mira entonces la ciudad que se extiende a sus pies y piensa que, aunque el aire cremoso que la envuelve deforme sus palabras, no las acalla. Porque la verdad es que Barcelona, durante las tardes de septiembre, está preciosa.