jueves, 20 de noviembre de 2014

La luz y Josep Pla


Malva, rosa, violeta, añil, lila, morado; el aire es tan transparente de Port de la Selva a Cadaqués que cuando hay humedad los colores parecen emborronados. Al caer la tarde un resplandor recorre de un grito toda la costa catalana: la repentina claridad crepuscular es tan apetecible y tan nueva como un beso en la boca. Una luz que es un fantasma, o mejor, un espíritu: aparece en una línea, permanece un momento junto a nosotros, es reabsorbida en la negrura de la imprenta. Un personaje más que tiembla, crece y se arrastra, fuma hasta inmolarse y viene a morir en brasas rojizas a orillas de un párrafo que es inmenso y azul, salado.
La encantadora luz de Pla me mece entre sus aromas antes de dormir. La sosegada, añorada luz. En la espesa noche hace de vigía de mis sueños. Lo hace, como sólo podría hacerlo la luz de la infancia.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La polilla


Algo la retiene. Cada pocos segundos sucede: gira sobre ella misma y retuerce sus primorosas patitas al aire, angustiosas hebras de cobre cortando el satinado polvo que flota sobre la mesita de noche. Logra reponerse y da de nuevo unos pasos, hasta que patéticamente recae y retoma su posición de lucha: de una incomodidad cercana, de un familiar dramatismo.
En el fondo la diminuta escena carece de la más mínima trascendencia, no me voy a engañar. Resultaría francamente pueril hablar de insectos si no fuera por Kafka. Nunca me ha acabado de agradar del todo su persona, ni de hecho tampoco su texto. Pero el mío es una rechazo envidioso, o mejor dicho, una aversión fruto del respeto. Seguramente la mayor proeza de un escritor sea la de persuadir al mundo de que sus lamentables miserias son verdaderamente tristes, y sobretodo, sumamente importantes. En ese sentido, no le falta a la tragedia kafkiana ni una pizca de convencimiento.
Así que ahora gracias a sus esfuerzos por humanizar lo degradado o degradar lo humano puedo compadecerme tranquilamente de una polilla, sin tener por eso que soportar abigarrados reproches. Sí, papá, sé que te reirás a carcajada limpia cuando leas esto. Pero hoy en día se encuentran justificaciones para todo... Para orugas y mariposas me reservo a Nabokov, contra el sacrificio de hormigas coloradas esgrimiré a García Márquez. Mi más que antropomórfica proyección sobre lo insignificante queda perdonada, la autoconcesión por fin comprendida. También la propia realidad, al fin y al cabo, experimenta cierto alivio al ser literaturizada.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Terapia



  • Has vuelto a soñar con él?
  • En realidad sí, aunque no he descubierto nada nuevo de nuestra relación, ningún retorcimiento que la vigilia no me hubiera mostrado antes que el sueño. Pero hay algo que me preocupa más que eso, que me obsesiona hasta el punto de asfixiarme en una angustia líquida de dimensiones oceánicas.
  • Sin metáforas, por favor.
  • Entonces tendrás que permitirme despotricar, si es que esa es una autodefensa menos tóxica. Sí, sí, lo es, lo es... Pero lo que pretendo decirte no entiende de sutilezas, sabes? Mi padre era un auténtico infanticida, el psicópata religioso, un verdadero cabrón. Hasta ahí todo está bien. Supongo que en mayor o menor medida individuos así los hay en todas partes. Lo que es totalmente incomprensible es la reacción de mis semejantes. Qué clase de dementes misántropos adoran a un Dios que pide a un hombre que mate a su hijo? Y el muy sarcástico me perdona la vida en el último segundo. Menudo cretino.
  • Así que ahora tu odio va dirigido hacia Dios.
  • No, mi odio se lo merece la humanidad. Su propia misantropía es contagiosa. Mis vecinos me desprecian por rechazar a mi padre, comprendes? Él, que a duras apenas dudó en llevarme en burro hacia la colina de Moria y atarme con tirantes cuerdas sobre la leña... Dos veces tuvo el ángel que llamar al maldito chalado para que se detuviera. No oyes la carcajada de Dios? Se está descojonando a nuestra costa, todo el tiempo... La broma cósmica es en realidad un grotesco monólogo divino. Por eso me dejó con vida, para que el resto de ella recordara el frío del ara contra mi mejilla y sufriera el martirio de la soledad.
  • Esto es nuevo... vamos avanzando. De qué clase de soledad hablas?
  • Ellos desean adentrarse en la fe junto a mi padre: su abominable acto, en vez de desanimarles, los envalentona. Mientras tanto, yo adolezco de una lucidez cuya carga es la incomprensión. Lo ves? Dios me conserva como testigo de un chiste del que sólo él se puede reír, y yo permaneceré aislado mientras escuche sus accesos de hilaridad.
  • Sigue pareciendo que proyectas tu frustración hacia a Dios.
  • Tal vez sea cierto, estoy algo cansado... Pero no, no, no es así, me debo estar explicando con poca claridad. La penosa actitud de Dios, a pesar de todo, es inherente a su magnanimidad. El castigo y la misericordia sólo pueden expresarse simultáneamente a través de la contradicción, y la contradicción puesta en escena equivale a una parodia. La exigencia inicial y la posterior recapitulación manifiestan el sinsentido necesario de cualquier narración, pero mis iguales, por lo que parece, son incapaces de advertirlo. Sé que mi juicio peca de soberbia... Pero Él me disculpará o sino mandará alguien a matarme de nuevo. La cuestión es que el perdón de Dios no podría darse sin su previa condena. En cambio, para los miserables humanos el tema es mucho más sencillo. La condena o el perdón son en este caso elecciones libres. La comedia, si se le puede llamar así, deja paso al humor. Y sin embargo, han preferido aceptar el crimen de mi padre y con ello, legitimar mi destino, puedes creerlo?
  • Puedo creerlo todo. Y ahora, Isaac, tengo que atender a la próxima visita. La siguiente semana hablaremos más de ello.
  • El que ríe, eso significa mi nombre. Un último detalle macabro que añadir a esta elocuente tortura... Sí, sí, lo comprendo, gracias... Es Caín? De acuerdo, me marcho, ya me estoy yendo. Gracias de nuevo, pagaré a la salida.

sábado, 1 de noviembre de 2014

El extraño retorno (II)


La repetición de las estaciones es tan desquiciante como humana. Su inmutable acontecer profiere a la existencia un ritmo cercano a la sexualidad, la sensible temporalidad que es negada a las naturalezas frígidas. Pero el secreto de su goce no yace en la fugacidad, ni en el incesante empeño por atrapar lo transitorio. No se trata de mera avaricia, sino del pecado original: la manzana del saber, y con ella, el infinito placer de anticiparse a lo conocido. Por eso recibo cada estación envenenada por las caricias del reencuentro y la reconciliación. Las hojas amarillearán antes de caerse, vendrá el mismo viento. Después, la azulada nieve.

Otoño. La sonoridad es su mejor fotografía, su desnudo más sucio. La ñ de retoño y añoranza, de niñez y año. Como podríamos separarlas? No están ellas contenidas también en su nombre, no le pertenecen y le son propias y ondean juntas bajo el ardid de un mago que manipula hilos negros? La niña que añora el otoño. Otoño. La o es de humo y de música jazz. La t lo palatal del beso, la dulce percusión indispensable. Curioso que también la contenga tiempo, y tardío. Y tarada. Sí, claro, tarada: acaso puede el manejo de las viscosas relaciones entre palabras serle a una indiferente? Con razón Nabokov recurre a ello para escribir sobre el incesto. El insoportable, el bueno, el insoportablemente bueno Nabokov.
Así que ahora estoy parafraseando al parafraseador innato. El otoño es una frase: en el sentido más verbal del término, pero también en lo referente al motivo, a la traducción y sobretodo a la paráfrasis, tan necesaria y a la vez tan horrenda como para querer hablar de ella todo el tiempo.

Parafraseo, pues, una última o una primera vez. Sobre la degradación de la luz, sobre como su pobreza y su enfermedad rescatan los rojos ahumados y prohíben el rabioso verde, y devuelven al jazmín la suavidad de su blanco, próximo al marfil, y permiten la abundancia, la riqueza y el matiz apagando los brillos. Sobre la irrevocable tenebrosidad de las madrugadas y la nostalgia del anochecer, cuando los perfumes del verano aún nos arropan y no embriagan hasta confundirnos. Sobre la dolorosa cadencia y decadencia del calor: su dorado goteo, los últimos latidos que se escapan como peces, silbando, aleteando la cola entre las aguas de lluvia que ahogan los tilos...
Parafraseo, pues todo retorno es extraño a él mismo aunque no nos sea extraño a los demás.

domingo, 26 de octubre de 2014

Sobre el metro y otras porquerías

Si es cierto que el roce hace el cariño, entonces la infeliz multitud que cogemos el metro cada mañana somos una muchedumbre de enamorados. En especial los días de mal tiempo ofrecen una montaña de veladas románticas, por no decir lujuriosas: los pasajeros nos fundimos en improvisadas orgías al blanquecino traqueteo del vagón, bañados en una luz temblorosa, espectral, lunar. Verdaderos desenfrenos de pasión matinal solamente interrumpidos por el resbaladizo pitido de las puertas cerrándose.
A los amantes platónicos del transporte público les bastaría con una de estas sesiones de ternura gratuita para desear hacerse con un Ferrari o para iniciarse en el hábito de fantasear con el exterminio de la raza humana. Es una pena que la mayoría de ellos se contenten con publicitar el producto y se abstengan de degustarlo. Una actitud intachablemente casta, sin duda. Pero para una ninfómana del asunto el eslogan perfecto está más que claro: “Abrazos para todos, y si además es usted mona le vamos a estar sobando el culo todo el viaje”.
Y que después digan que el río del amor no siempre desemboca en el mar del resentimiento...

martes, 7 de octubre de 2014

El extraño retorno (I)




La idea del retorno siempre me ha parecido divertida. Encierra algo de autocomplaciencia, tal vez incluso de malicia. En ella encontramos la promesa viciada pero aún tentadora de que somos nosotros los que volvemos al pasado y no el pasado el que acude a nosotros, en otras palabras: la certeza de que los lastres abandonados permanecen donde los soltamos. Esta mínima narración presupone una vida de los recuerdos y lo pretérito aislada del momento presente, como si realmente pudiéramos viajar a un lugar apartado del mundo, dirigirnos al sitio a partir del no-sitio o saltar al aire des del vacío. El concepto de verdadero retorno resulta tan absurdo como el de una huida irrevocable. 

(Menuda forma de predicar verdades inexactas... Mi maestro, si me viera escribir así, me clavaría una aguja en cada uno de los veinte dedos... Pero el sofismo, con toda su ingenuidad, nos ofrece la riqueza de los matices y la confusión de los grises. En ese sentido y como en tantas otras ocasiones, la ambigüedad es tan dulce como venenosa. Y lo peor es que está al alcance de cualquiera, sobretodo al de mis queridos psicólogos literatos).

Esta manifiesta ilusión está acompañada por el sueño de la inmovilidad y la suavidad del olvido, de forma que lo que adolece de infantil también lo tiene de conmovedor. Sólo bajo el consenso de una indulgente comprensión puede ser soportable un discurso de este tipo, si es que los discursos sobre el pasado son de algún modo soportables.


lunes, 25 de marzo de 2013

El final de un libro

Se acerca el final de un libro que llevo tiempo leyendo y siento, como tantas otras veces, una melancolía prematura, una ligera tristeza. En pocos días, tal vez una semana, ese libro desaparecerá de mi cotidianidad material más cercana – la mesita de noche, los trayectos de metro- y volverá a ocupar su puesto en la estantería, como un caballero que, tras la cruzada, regresara maltrecho a casa.
También mi libro presenta algunos síntomas de maltrato: las tapas, antes sedosas e impolutas, se han levantado por las puntas y llenado de rasguños, numerosas páginas están impertinentemente dobladas por los bordes y el lomo está arqueado como la espalda de un viejo. En un arrebato sentimental desearía que mi cuerpo también mostrara alguno de esos signos, alguna herida que nos hermanase y la cicatriz de la cuál tendría que recordarme, en un futuro, el viaje que hemos recorrido juntos.
Lamentablemente o no, es la vida y no los libros la única capaz de dejar ese tipo de heridas; pero incluso así me asusta comprobar que también en la literatura hay algo de inexorabilidad, de finitud. El autor habla en una de sus últimas páginas sobre las pérdidas irreparables del tiempo: la infancia, el genio, el momento que, una vez pasado, son irrecuperables. Aunque él se refiere a la vida de un poeta austriaco, encuentro en sus propias palabras algo dolorosamente insustituible, el hechizo de un presente que no volverá a repetirse.
Este miedo ancestral y casi religioso demora y agudiza los últimos días de lectura, y me siento como un comensal rebañando su plato, conocedor del hecho que, aunque vuelva a probarlo, no será el mismo. Supongo que las últimas palabras sabrán un poco así, agridulces: sin alcanzar aún la tristeza del final ya llevarán la dulzura del recuerdo.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Lluvia

Una tormenta se cierne hoy sobre Barcelona. Cuesta saber si la ciudad es la misma que ayer: el agua no sólo la ha transfigurado sino también transformado y las calles, la gente, los pequeños rebaños de paraguas grises que se arremolinan y se diluyen constantemente en las aceras destilan algo inusual, la simetría propia de un sueño, el persuasivo gesto de lo que es ficticio.
También mis movimientos se empapan de esta extraña irrealidad: las piernas andan como si cruzaran el mar y la arena asediara mis pies vacilantes; el paso se vuelve largo, pesado, obedeciendo el tempo y el carácter de una partitura invisible. Imagino que son las huesudas manos de la lluvia las que tocan hoy el piano del mundo y sus dedos resbaladizos hunden las teclas blancas pero también las negras, entretejiendo las notas naturales con las alteradas, la realidad con la ficción.
Mientras me dirijo hacia el metro en la borrosa mañana observo como los árboles se desdibujan con el viento, el reflejo amargo de las nubes en el suelo. El baile de las cosas continúa, los coches avanzan acompasados. La lluvia cae y mancha de agua la acuarela de la ciudad, borrando sus límites, mezclando sus colores. Durante unos instantes permaneceremos así, suspendidos entre dos mundos. Después, sólo habrá lluvia.

domingo, 3 de marzo de 2013

Primavera atomista


Hace unos pocos días salí al atardecer y encontré un cielo insospechadamente claro, hermosamente primaveral. 
Había estudiado ese mismo día los orígenes de la óptica como ciencia: la escuela atomista y la pitagórica se disputaban en la antigua Grecia la explicación de la naturaleza de la luz y los colores. Los primeros sostenían que la visión era el resultado de un haz de partículas que emanaba de los cuerpos y llegaba a los ojos, y a través de ellos, alcanzaban el alma; los segundos que la vista arrojaba un fuego invisible sobre la cosas, que las descubría, las tocaba y las exploraba. Bajo ese cielo mullidamente azul y prematuramente primaveral pensé que tal vez los atomistas tenían razón y las nubes, lejanamente sonrojadas de un rosáceo opalino, salían a mi encuentro en hileras ordenadas, frías y dulces al mismo tiempo, como la espuma del mar que lamiera los bordes de una playa.
Reflexionando sobre ello se me ocurre que quizás la escuela atomista ideó su teoría pensando en la primavera, y en cambio, los pitagóricos lo hicieron envueltos en las cálidas sombras del otoño, cuando un oblicuo velo de decadencia cae sobre el mundo y debemos tocar y explorar las cosas, bellas y secretas, para poder poder descubrirlas.

lunes, 25 de febrero de 2013

Crisis y gatos cuánticos

Hablaba en una ocasión con un viejo amigo sobre la situación actual: crisis, corrupción, recortes y pobreza son una cantinela bien conocida, aunque no por eso menos llena significado. Sin embargo, no siempre alcanzamos a entender su plena trascendencia: las notas, vacuas e indelebles, se quedan colgadas, como pinceladas aisladas de una melodía que nunca llega a hilarse.
Cuando no es así la composición que escuchamos es una pieza sorda, insostenible: la realidad, abrupta y abismal, cae en una absurdidad feroz y sin salida. Las partes no pueden unirse, es imposible juntar todas las melodías sin que unas enmudezcan ante las otras: la extrema opulencia no tiene cabida ante la miseria de tantos, una corrupción salvaje y condescendientemente perdonada no puede darse al mismo tiempo que el legalizado maltrato a la clase obrera.
Este choque de trenes nos insinúa que tal vez algunos estábamos equivocados y la realidad no es una, ni única, sino una colección fragmentaria de varias realidades, cerradas e irreconciliables. Cuando el científico austriaco Erwin Schrödinger presentó la paradoja conocida como el “gato de Schrödinger” pretendía poner en evidencia la incoherencia de la teoría cuántica con una realidad única y común. En su experimento mental, un gato inicialmente vivo está metido en una caja con una pistola apuntándole a la cabeza. Esta pistola se activa con un contador Geigger, que mide la radiación emitida por un átomo de uranio que puede desintegrarse en cualquier instante. Las leyes de la mecánica cuántica son las que rigen esta desintegración, y dictan que una descripción completa de la realidad es aquella en que los estados “desintegrado” y “no-desintegrado” del átomo confluyen y se superponen, y por tanto también conviven los estados “vivo” y “muerto” del gato dentro de la caja.
Schrödinger quería demostrar que una realidad en que un gato está muerto y vivo al mismo tiempo es una realidad absurda. Pero lo que no se planteó el científico es que tal vez así sea, y las aparentes paradojas de la física cuántica pudieran ser otro indicio de que la paz de nuestra isla de realidad no es más que un fenómeno local dentro del violento mar que nos engulle.

sábado, 16 de febrero de 2013

Literatura y farsa

Existe en la literatura una nota de farsa, un deje de impostura, capaz de embrujar tanto al que la lee como al que la escribe. En ella los crímenes son menos abismales, las mujeres más bellas. Los espacios que debería llenar el silencio son ocupados por la tinta, la palabra “rojo” hace del rojo un color más vívido y de la sangre una breve referencia. Cubrir con palabras todos los rincones cambia la vida no sólo del que las lee o escucha, sino también de quién las redacta, como un vestido que alterase la forma de andar de quien lo lleva.
Sin embargo, allí donde no hay palabras sólo queda silencio, y el silencio calla no porque no pueda decir nada, sino porqué no sabe cómo hacerlo. Intentar hablar no nos hace mejores, ni descubre el velo bajo el cuál se oculta el mundo -más bien lo cubre con uno más tupido y más difícil-, pero tampoco por eso nos hace peores.