martes, 21 de abril de 2020

Los vecinos (II)

Los horrendos cristales tintados no impiden, irónicamente, que pueda escrutar desde mi balcón gran parte de los órdenes y desórdenes, costumbres, ocios y manías de mis extraños vecinos. En el cuarto piso, un hombre muy mayor que se arrastra entre pilas imposibles de objetos ha tendido fuera, para regocijo de mi recreación marítima, una toalla de playa de color azul turquesa. Apenas dos pisos más arriba una mujer morena limpia escrupulosamente las ventanas del salón por segunda vez en tres días consecutivos, dominada por un entusiasmo algo excesivo y ataviada con un idéntico vestido gris, corto y desmangado, que muy seguramente tiene reservado para las labores de desinfección. A una distancia de solo un par o tres de puertas se encuentra una vieja malla de naranjas como último despojo de un balcón perennemente abandonado; mientras que el vecino justo debajo, vestido de calle aunque sea domingo, habla a todas horas por el móvil de espaldas a la ventana. Entre los últimos pisos puedo divisar un salón ocupado casi enteramente por una tienda infantil de tela roja y amarilla, donde sin embargo nunca he visto un niño; y en la esquina izquierda está la única terraza a la que, quizás, me gustaría ir: entre enredaderas y flores primerizas asoman, despreocupadamente, una mesita y una silla de hierro, muy blancas. Allí, en las preciosas horas de la tarde en las que la luz se torna de color de miel, sale a veces, como quien sale a un jardín, un anciano con un libro en la mano.

Estos momentos de descubrimiento vecinal son tan amenos como, a decir verdad, cotillas; y lo único que alivia mis remordimientos de fisgona irredenta es que del mismo modo que yo observo a mis vecinos, tengo la certeza de que ellos me observan a mi. En realidad, el pequeño balcón de mi piso tiene poco de especial, aparte de su inusitada suciedad y la presencia de mi ficus parisino, escuálido y desvencijado, agazapado en una esquina al resguardo del viento zaragozano. Quizás un vecino aburrido mire a través de sus cristales marrones y en estos tiempos de literatura de calcetín y juegos de mesa escriba: “y a menudo aparece una chica en el balcón del sexto, alta y despeinada, se sienta en una silla con una taza y algo de comida y se pasa largo rato mirando nuestro edificio, acompañada por cierto arbusto con apenas cuatro hojas que aporta una dudosa alegría a la estampa. Quién sabe si me ve, y en qué piensa”.

domingo, 22 de marzo de 2020

Los vecinos (I)


El reciente confinamiento me ha proporcionado la excusa y la ocasión para observar, detalladamente, las ventanas del edificio de enfrente. Es un bloque de pisos gigantesco, rotundamente feo, desmesurado tanto en su altura -puedo contar hasta nueve plantas- como en el número de sus habitantes, que se amontonan en pisos estrechos y largos cuyas reducidas dimensiones resultan aún más grotescas contra la enormidad del conjunto. La impresión general que produce, sin embargo, es de una ambición histriónica de lujo: baldosas de color chocolate y plafones de un cobre grisáceo se alternan, geométricamente, con terrazas de aspecto quirúrjico y grandes ventanas tintadas de oscuro. Por alguna razón, alguien pensó que la ostentación de la privacidad, por incierto que este concepto sea, es un valor más preciado que la luz natural.

Este cariz de fastuosidad masificada me produjo, cuando llegué aquí, la misma impresión que una nave de crucero transatlántica. Ahora el confinamiento no hace sino acentuar esa sensación. Observo, continuamente, el corretear de la gente dentro de sus diminutas casas, mirando hacia fuera solos o en pareja, hablando por teléfono contra el cristal o fumando, en una espera que se presiente inquieta, aburrida, incluso estúpida, como de un viajero atrapado en su camarote un día de mala mar. Enrico me leía hace poco un fragmento del dietario de Hesse en el que habla de ese embotamiento del pasaje en medio del océano, de los viajeros sumidos en un ocio sin goce que transcurre como un paréntesis vacío entre puertos, entre los horizontes de tierra donde el tiempo (y la vida) se libera nuevamente con fluidez. Hesse dice:

“Fuera de los momentos de reunión durante la comida o en tertulia vespertina, en todos los rostros se reflejaba una triste indiferencia y apatía, esa expresión de hastío e insensibilidad característica de todas las personas que viajan mucho, amén del agotamiento y nerviosismo que se apodera de los blancos en los trópicos. Todos yacían silenciosos y corteses en las sillas de cubierta, con los pies enfundados en blanco calzado, y vueltos hacia el reeling, los ingleses y americanos con sus mujeres, los comerciantes y geólogos alemanes, las señoras aceitunadas de Manila. Todos yacían callados y formales y nadie se quejaba, pero los rostros se mostraban extrañamente apagados, sólo unos niños portugueses corrían alegres de aquí para allá”.

Desde mi balcón no logro ver las caras de mis vecinos, pero, si tuviera que imaginar su expresión, probablemente se parecería mucho a lo que describe Hesse.

jueves, 12 de marzo de 2020

Ruido y agua

El 21 de enero escribí:

Llueve hoy en Barcelona. Empieza cerca de la medianoche con un repiqueteo suave en el techo de lata de mi habitación, justo antes de acostarme, y aún continúa al despertar. La calle está más caliente y más húmeda de lo normal, y salir es como sumirse en el aliento de un niño enfermo. El repiqueteo me acompaña en el tren a través de las vías y el desierto, hasta Zaragoza, cuya sombra aparece en el horizonte gris y seca, luego brillante y helada.

Puede ser una obviedad, pero en días así uno se da cuenta de que hasta la lluvia posee su distinción geográfica. En el Mediterráneo es tan escasa como los olivos rasposos y el tomillo solariego dejan entrever, pero cuando llega lo hace, a menudo, de forma excesiva y autoritaria. El paisaje resquebrajado repele el agua como a una intrusa, cuya presencia lo rompe, lo agobia y lo pierde. Estos ramalazos lluviosos no suelen ser, a pesar de todo, más que episodios transitorios, y a diferencia de la cortina de agua homogénea y serena que mojaba perennemente el suelo parisino, aquí la lluvia cae en un registro de matices casi musical, a veces pobre a veces violento, pero infinitamente más expresivo que ese ruidillo blanco de las mañanas en París.