domingo, 16 de noviembre de 2014

La polilla


Algo la retiene. Cada pocos segundos sucede: gira sobre ella misma y retuerce sus primorosas patitas al aire, angustiosas hebras de cobre cortando el satinado polvo que flota sobre la mesita de noche. Logra reponerse y da de nuevo unos pasos, hasta que patéticamente recae y retoma su posición de lucha: de una incomodidad cercana, de un familiar dramatismo.
En el fondo la diminuta escena carece de la más mínima trascendencia, no me voy a engañar. Resultaría francamente pueril hablar de insectos si no fuera por Kafka. Nunca me ha acabado de agradar del todo su persona, ni de hecho tampoco su texto. Pero el mío es una rechazo envidioso, o mejor dicho, una aversión fruto del respeto. Seguramente la mayor proeza de un escritor sea la de persuadir al mundo de que sus lamentables miserias son verdaderamente tristes, y sobretodo, sumamente importantes. En ese sentido, no le falta a la tragedia kafkiana ni una pizca de convencimiento.
Así que ahora gracias a sus esfuerzos por humanizar lo degradado o degradar lo humano puedo compadecerme tranquilamente de una polilla, sin tener por eso que soportar abigarrados reproches. Sí, papá, sé que te reirás a carcajada limpia cuando leas esto. Pero hoy en día se encuentran justificaciones para todo... Para orugas y mariposas me reservo a Nabokov, contra el sacrificio de hormigas coloradas esgrimiré a García Márquez. Mi más que antropomórfica proyección sobre lo insignificante queda perdonada, la autoconcesión por fin comprendida. También la propia realidad, al fin y al cabo, experimenta cierto alivio al ser literaturizada.