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lunes, 25 de marzo de 2013

El final de un libro

Se acerca el final de un libro que llevo tiempo leyendo y siento, como tantas otras veces, una melancolía prematura, una ligera tristeza. En pocos días, tal vez una semana, ese libro desaparecerá de mi cotidianidad material más cercana – la mesita de noche, los trayectos de metro- y volverá a ocupar su puesto en la estantería, como un caballero que, tras la cruzada, regresara maltrecho a casa.
También mi libro presenta algunos síntomas de maltrato: las tapas, antes sedosas e impolutas, se han levantado por las puntas y llenado de rasguños, numerosas páginas están impertinentemente dobladas por los bordes y el lomo está arqueado como la espalda de un viejo. En un arrebato sentimental desearía que mi cuerpo también mostrara alguno de esos signos, alguna herida que nos hermanase y la cicatriz de la cuál tendría que recordarme, en un futuro, el viaje que hemos recorrido juntos.
Lamentablemente o no, es la vida y no los libros la única capaz de dejar ese tipo de heridas; pero incluso así me asusta comprobar que también en la literatura hay algo de inexorabilidad, de finitud. El autor habla en una de sus últimas páginas sobre las pérdidas irreparables del tiempo: la infancia, el genio, el momento que, una vez pasado, son irrecuperables. Aunque él se refiere a la vida de un poeta austriaco, encuentro en sus propias palabras algo dolorosamente insustituible, el hechizo de un presente que no volverá a repetirse.
Este miedo ancestral y casi religioso demora y agudiza los últimos días de lectura, y me siento como un comensal rebañando su plato, conocedor del hecho que, aunque vuelva a probarlo, no será el mismo. Supongo que las últimas palabras sabrán un poco así, agridulces: sin alcanzar aún la tristeza del final ya llevarán la dulzura del recuerdo.

sábado, 16 de febrero de 2013

Literatura y farsa

Existe en la literatura una nota de farsa, un deje de impostura, capaz de embrujar tanto al que la lee como al que la escribe. En ella los crímenes son menos abismales, las mujeres más bellas. Los espacios que debería llenar el silencio son ocupados por la tinta, la palabra “rojo” hace del rojo un color más vívido y de la sangre una breve referencia. Cubrir con palabras todos los rincones cambia la vida no sólo del que las lee o escucha, sino también de quién las redacta, como un vestido que alterase la forma de andar de quien lo lleva.
Sin embargo, allí donde no hay palabras sólo queda silencio, y el silencio calla no porque no pueda decir nada, sino porqué no sabe cómo hacerlo. Intentar hablar no nos hace mejores, ni descubre el velo bajo el cuál se oculta el mundo -más bien lo cubre con uno más tupido y más difícil-, pero tampoco por eso nos hace peores.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Viaje en diez lineas.

La habitación está iluminada con la luz tenue de la mesilla de noche, que resplandece con suaves ondas en las paredes blancas y la ventana cerrada. Fuera se extiende una oscuridad anaranjada, propia de las noches lluviosas del mes de noviembre. El señor Feliu ve a través del frío y la humedad como la joven vecina del quinto sale a regar una hiedra marchita y vuelve a entrar rápidamente, hostigada por la noche y la evidente inutilidad de su empresa. Vuelve a fijar la vista en el libro amarillento que reposa en su falda, Pequeñas alegrías, y se dispone a leer un artículo llamado Mayo en el castañar, que empieza así:

“Ahora, en los primeros días de mayo, y luego durante el tardío otoño es cuando el paisaje sureño de montaña conoce sus más hermosos días. A lo largo de todo el verano las lomas y el monte bajo se han ido cubriendo de vegetación. Todo el paisaje es en esta época verde, verde, verde, y si no estuviera salpicado de aldeas polícromas y luminosas y a lo lejos no emergieran algunos picachos nevados, sería casi monótono. Mas ahora, cuando los castaños comienzan a echar hoja, cuando el bosque ya no es transparente, cuando los últimos cerezos silvestres se desfloran y las primeras acacias comienzan a florecer, ahora el bosque sureño es embelesador con su nuevo follaje recién estrenado, tirando a rojizo, aún tan escaso y fluctuante y dejando ver el cielo y las estrellas y las lejanas montañas.”

El señor Feliu termina de leer con las gafas empañadas de vaho primaveral y las pantuflas sucias de tierra. Sólo antes de cerrar la luz y enterrarse entre las sábanas calientes piensa que, por bien de las compañías aéreas y malogro de las editoriales, los libros siguen siendo una ignorada manera de viajar rápida, barata y lejanamente. Sin olvidar, sobretodo, la comodidad de poder dormir en casa.