Los horrendos cristales tintados no impiden, irónicamente, que pueda escrutar desde mi balcón gran parte de los órdenes y desórdenes, costumbres, ocios y manías de mis extraños vecinos. En el cuarto piso, un hombre muy mayor que se arrastra entre pilas imposibles de objetos ha tendido fuera, para regocijo de mi recreación marítima, una toalla de playa de color azul turquesa. Apenas dos pisos más arriba una mujer morena limpia escrupulosamente las ventanas del salón por segunda vez en tres días consecutivos, dominada por un entusiasmo algo excesivo y ataviada con un idéntico vestido gris, corto y desmangado, que muy seguramente tiene reservado para las labores de desinfección. A una distancia de solo un par o tres de puertas se encuentra una vieja malla de naranjas como último despojo de un balcón perennemente abandonado; mientras que el vecino justo debajo, vestido de calle aunque sea domingo, habla a todas horas por el móvil de espaldas a la ventana. Entre los últimos pisos puedo divisar un salón ocupado casi enteramente por una tienda infantil de tela roja y amarilla, donde sin embargo nunca he visto un niño; y en la esquina izquierda está la única terraza a la que, quizás, me gustaría ir: entre enredaderas y flores primerizas asoman, despreocupadamente, una mesita y una silla de hierro, muy blancas. Allí, en las preciosas horas de la tarde en las que la luz se torna de color de miel, sale a veces, como quien sale a un jardín, un anciano con un libro en la mano.
Estos momentos de descubrimiento vecinal son tan amenos como, a decir verdad, cotillas; y lo único que alivia mis remordimientos de fisgona irredenta es que del mismo modo que yo observo a mis vecinos, tengo la certeza de que ellos me observan a mi. En realidad, el pequeño balcón de mi piso tiene poco de especial, aparte de su inusitada suciedad y la presencia de mi ficus parisino, escuálido y desvencijado, agazapado en una esquina al resguardo del viento zaragozano. Quizás un vecino aburrido mire a través de sus cristales marrones y en estos tiempos de literatura de calcetín y juegos de mesa escriba: “y a menudo aparece una chica en el balcón del sexto, alta y despeinada, se sienta en una silla con una taza y algo de comida y se pasa largo rato mirando nuestro edificio, acompañada por cierto arbusto con apenas cuatro hojas que aporta una dudosa alegría a la estampa. Quién sabe si me ve, y en qué piensa”.
Estos momentos de descubrimiento vecinal son tan amenos como, a decir verdad, cotillas; y lo único que alivia mis remordimientos de fisgona irredenta es que del mismo modo que yo observo a mis vecinos, tengo la certeza de que ellos me observan a mi. En realidad, el pequeño balcón de mi piso tiene poco de especial, aparte de su inusitada suciedad y la presencia de mi ficus parisino, escuálido y desvencijado, agazapado en una esquina al resguardo del viento zaragozano. Quizás un vecino aburrido mire a través de sus cristales marrones y en estos tiempos de literatura de calcetín y juegos de mesa escriba: “y a menudo aparece una chica en el balcón del sexto, alta y despeinada, se sienta en una silla con una taza y algo de comida y se pasa largo rato mirando nuestro edificio, acompañada por cierto arbusto con apenas cuatro hojas que aporta una dudosa alegría a la estampa. Quién sabe si me ve, y en qué piensa”.