domingo, 9 de junio de 2019

Un turista en Azin

Paseaba, muy despacio, bajo la estridente claridad del paseo marítimo. Chorros de luz de un blanco artificial y una frialdad absoluta lo perfilaban todo, proyectando en la arena sombras que de tan cortas resultaban irreales, como las que proyecta un actor subido al escenario. A pesar de la noche y la brisa, y debido a la proximidad del verano, la playa estaba llena de gente. La luna había salido hacía poco rato en el otro extremo de la bahía y flotaba casi imperceptible sobre la ciudad naranja, su anciano cutis emborronado por una humedad invisible y salada. Allí donde terminaba la playa y empezaban las rocas, dentro de los pórticos palaciegos más oscuros, se apelotonaban vagabundos y borrachos, rodeados de charcos de orín.

Dio media vuelta al alcanzar el minúsculo cabo y des de ese palco relativo divisó, en medio del agua negra, una temblorosa bolsita verde claro sobre la cual nadaba un hombre, como volando. Con su linterna de pescador, parecía un pájaro arcaico o un helicóptero de los que buscan en medio del desastre. Unos segundos después, la mancha verde se revolvió nerviosamente y se apagó.

Una memoria voluble y cierto exceso de frivolidad lo llevarían a recordar su paseo como un cuadro inmóvil, tocado por un claro de luna inexistente y acompañado por el consiguiente piano, romántico ma non troppo. El humo, los gritos y las pegajosas bocanadas de aire aceitoso que salían de los bares desaparecerían de su pequeño cerebro gris como engullidas por un monstruo marino. Qué decir de la insoportable luz de quirófano. De certero, apenas quedaría el monólogo de las olas y la hermosa forma de C de la bahía. El resto: una postal arrugada en los pantalones de algún turista.