jueves, 12 de marzo de 2020

Ruido y agua

El 21 de enero escribí:

Llueve hoy en Barcelona. Empieza cerca de la medianoche con un repiqueteo suave en el techo de lata de mi habitación, justo antes de acostarme, y aún continúa al despertar. La calle está más caliente y más húmeda de lo normal, y salir es como sumirse en el aliento de un niño enfermo. El repiqueteo me acompaña en el tren a través de las vías y el desierto, hasta Zaragoza, cuya sombra aparece en el horizonte gris y seca, luego brillante y helada.

Puede ser una obviedad, pero en días así uno se da cuenta de que hasta la lluvia posee su distinción geográfica. En el Mediterráneo es tan escasa como los olivos rasposos y el tomillo solariego dejan entrever, pero cuando llega lo hace, a menudo, de forma excesiva y autoritaria. El paisaje resquebrajado repele el agua como a una intrusa, cuya presencia lo rompe, lo agobia y lo pierde. Estos ramalazos lluviosos no suelen ser, a pesar de todo, más que episodios transitorios, y a diferencia de la cortina de agua homogénea y serena que mojaba perennemente el suelo parisino, aquí la lluvia cae en un registro de matices casi musical, a veces pobre a veces violento, pero infinitamente más expresivo que ese ruidillo blanco de las mañanas en París.