domingo, 22 de marzo de 2020

Los vecinos (I)


El reciente confinamiento me ha proporcionado la excusa y la ocasión para observar, detalladamente, las ventanas del edificio de enfrente. Es un bloque de pisos gigantesco, rotundamente feo, desmesurado tanto en su altura -puedo contar hasta nueve plantas- como en el número de sus habitantes, que se amontonan en pisos estrechos y largos cuyas reducidas dimensiones resultan aún más grotescas contra la enormidad del conjunto. La impresión general que produce, sin embargo, es de una ambición histriónica de lujo: baldosas de color chocolate y plafones de un cobre grisáceo se alternan, geométricamente, con terrazas de aspecto quirúrjico y grandes ventanas tintadas de oscuro. Por alguna razón, alguien pensó que la ostentación de la privacidad, por incierto que este concepto sea, es un valor más preciado que la luz natural.

Este cariz de fastuosidad masificada me produjo, cuando llegué aquí, la misma impresión que una nave de crucero transatlántica. Ahora el confinamiento no hace sino acentuar esa sensación. Observo, continuamente, el corretear de la gente dentro de sus diminutas casas, mirando hacia fuera solos o en pareja, hablando por teléfono contra el cristal o fumando, en una espera que se presiente inquieta, aburrida, incluso estúpida, como de un viajero atrapado en su camarote un día de mala mar. Enrico me leía hace poco un fragmento del dietario de Hesse en el que habla de ese embotamiento del pasaje en medio del océano, de los viajeros sumidos en un ocio sin goce que transcurre como un paréntesis vacío entre puertos, entre los horizontes de tierra donde el tiempo (y la vida) se libera nuevamente con fluidez. Hesse dice:

“Fuera de los momentos de reunión durante la comida o en tertulia vespertina, en todos los rostros se reflejaba una triste indiferencia y apatía, esa expresión de hastío e insensibilidad característica de todas las personas que viajan mucho, amén del agotamiento y nerviosismo que se apodera de los blancos en los trópicos. Todos yacían silenciosos y corteses en las sillas de cubierta, con los pies enfundados en blanco calzado, y vueltos hacia el reeling, los ingleses y americanos con sus mujeres, los comerciantes y geólogos alemanes, las señoras aceitunadas de Manila. Todos yacían callados y formales y nadie se quejaba, pero los rostros se mostraban extrañamente apagados, sólo unos niños portugueses corrían alegres de aquí para allá”.

Desde mi balcón no logro ver las caras de mis vecinos, pero, si tuviera que imaginar su expresión, probablemente se parecería mucho a lo que describe Hesse.