domingo, 27 de noviembre de 2011

Los castaños mojados.



Hoy ha llovido en Barcelona y el señor Feliu sale a caminar bajo los castaños mojados. Es una tarea sutilmente compleja, no puede andar uno distraído: el agua constante ha doblado los rudos brazos de los árboles y de vez en cuando cae una rama nueva, cada vez más pesada, cada golpe más vieja: se balancea rozando el suelo unos instantes, bailando suavemente al son de la pasada lluvia y se detiene de pronto, aplastada bajo el silencio que inunda el bosque.
El señor Feliu avanza pues de puntillas, atento a las caídas súbitas y a los charcos inesperados, a las raíces que entorpecen el camino y a los senderos de arcilla pisada que lo facilitan. Estos caminillos se han vuelto hoy de color oscuro: la tierra es blanda y caliente y emana un vapor como de aliento de perro, los bordes están salpicados de setas tiernas, algunas diminutas como motas de nieve que anunciaran el invierno. El señor Feliu tropieza con uno de estos senderos y al poco de andar se encuentra con que se parte en dos. Sin mucho pensárselo escoge el de la izquierda, aunque de hecho es indiferente, puesto que cuando llueve en martes todos lo caminos se cierran en círculos casi perfectos y ninguno se decide a salir fuera del castañar.
El sol empieza a centellar entre las nubes cada vez más tenues y se escucha el revolotear de las gotas. El viento se ha llevado un poco de la humedad púrpura que envuelve el aire, y bajo el doloroso sol los troncos oscuros y el limo negro aparecen revestidos de plateadas canas, cual fríos ancianos de hueso desnudo. La escena empieza a adquirir un cierto tono de ensueño, y los árboles murmurantes se cuentan historias inverosímiles sobre los bosques secretos de Barcelona, sobre la lluvia ficticia, sobre los castaños mojados.

El señor Feliu termina de dar la vuelta circular al bosque un poco más rápido que de costumbre -quizás porque está hambriento, quizás porque el extraño susurrar de los árboles lo atemoriza-, y rehace su camino campo a través, vigilando, como siempre, no tropezar con las viejas raices ennegrecidas. 

domingo, 20 de noviembre de 2011

Viaje en diez lineas.

La habitación está iluminada con la luz tenue de la mesilla de noche, que resplandece con suaves ondas en las paredes blancas y la ventana cerrada. Fuera se extiende una oscuridad anaranjada, propia de las noches lluviosas del mes de noviembre. El señor Feliu ve a través del frío y la humedad como la joven vecina del quinto sale a regar una hiedra marchita y vuelve a entrar rápidamente, hostigada por la noche y la evidente inutilidad de su empresa. Vuelve a fijar la vista en el libro amarillento que reposa en su falda, Pequeñas alegrías, y se dispone a leer un artículo llamado Mayo en el castañar, que empieza así:

“Ahora, en los primeros días de mayo, y luego durante el tardío otoño es cuando el paisaje sureño de montaña conoce sus más hermosos días. A lo largo de todo el verano las lomas y el monte bajo se han ido cubriendo de vegetación. Todo el paisaje es en esta época verde, verde, verde, y si no estuviera salpicado de aldeas polícromas y luminosas y a lo lejos no emergieran algunos picachos nevados, sería casi monótono. Mas ahora, cuando los castaños comienzan a echar hoja, cuando el bosque ya no es transparente, cuando los últimos cerezos silvestres se desfloran y las primeras acacias comienzan a florecer, ahora el bosque sureño es embelesador con su nuevo follaje recién estrenado, tirando a rojizo, aún tan escaso y fluctuante y dejando ver el cielo y las estrellas y las lejanas montañas.”

El señor Feliu termina de leer con las gafas empañadas de vaho primaveral y las pantuflas sucias de tierra. Sólo antes de cerrar la luz y enterrarse entre las sábanas calientes piensa que, por bien de las compañías aéreas y malogro de las editoriales, los libros siguen siendo una ignorada manera de viajar rápida, barata y lejanamente. Sin olvidar, sobretodo, la comodidad de poder dormir en casa.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Las farolas en otoño

Cuando el señor Feliu sale de casa ya es noche cerrada, y por la calle se expande una niebla oscura, mugrienta, un poco salada y con olor a pescado frito que no desaparece hasta bien entrada la mañana siguiente. Es el espíritu del otoño, esa extraña mezcla de melancolía del verano y miedo al invierno que nos sobrecoge en los días más fríos, en las noches más largas. No es, sin embargo, una sensación nada desagradable, más bien se nos aparece como una revelación silenciosamente hermosa, paradójicamente renovadora. La decadencia del otoño trae consigo un encanto ligero, casi invisible, como una gasa que envolviera los árboles desnudos, la lluvia cenicienta.

El señor Feliu sale de casa y a las seis de la tarde ya es noche cerrada. En las ventanas del edificio de enfrente se reflejan las luces de los coches, de las tiendas, de la televisión demasiado alta del vecino del sexto y de la dulce bombilla azulada del estudiante de saxofón. Todas ellas chisporrotean en la superficie clara, todas, menos la luz naranja de las farolas. Ayer cambiaron la hora y hoy todavía no se han encendido.
El señor Feliu aspira el viejo aroma del otoño y se adentra en la negrura espesa de la calle. Mientras camina, bajo sus pies crujen hojas secas y manadas enteras de mosquitos muertos de frío.