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lunes, 5 de diciembre de 2011

El cajón de los retratos.

El señor Feliu guarda en el tercer cajón de su fiel armario color caoba un grupo reducido de papeles, todos de un mismo tamaño y formato, teñidos de un viejo color amarillento como de pera marchita. Junto a ellos descansan olvidados una multitud curiosa de objetos diversos: un pisapapeles en forma de gato tallado en madera de ciruelo con la pata derecha despintada y el cuenco de uno de los antiguos ojos de nácar desnudo, tres paquetes sin abrir de gomas milán color rosa, un ramillete de flores secas de acacia, un botecito de cristal verde lleno de minúsculos granos de arroz negro que, si uno se fijara bien, descubriría que son en realidad moscas de una variedad muy anómala de torso violeta y una infinitud más de lazos, papel de cartas, cajitas de madera o de cartón, postales, cigarrillos rotos e incluso dos o tres larvas de polillas gordas como sapos de tanto comer polvo. Con todo esto, el pequeño desorden no logra ocupar ni la mitad del hondo cajón y hace tiempo que ha desaparecido de la memoria del señor Feliu. 

El grupo de papeles es quizás el objeto más interesante del cuadro. Aunque han perdido color con el tiempo y la precisión del trazo se ha difuminado bajo una invisible pero existente capa de musgo, la serie de retratos a lápiz que pintó en su día el señor Feliu aún conservan su enigmática esencia.
De aquí dos días, el señor Feliu se acordará accidentalmente de ese pequeño tesoro enterrado, y si logra esquivar las dos monstruosas polillas y el mesurado gentío de distracciones que las acompañan, conseguirá desenterrarlo. Aunque eso, claro está, él aún no lo sabe.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Los castaños mojados.



Hoy ha llovido en Barcelona y el señor Feliu sale a caminar bajo los castaños mojados. Es una tarea sutilmente compleja, no puede andar uno distraído: el agua constante ha doblado los rudos brazos de los árboles y de vez en cuando cae una rama nueva, cada vez más pesada, cada golpe más vieja: se balancea rozando el suelo unos instantes, bailando suavemente al son de la pasada lluvia y se detiene de pronto, aplastada bajo el silencio que inunda el bosque.
El señor Feliu avanza pues de puntillas, atento a las caídas súbitas y a los charcos inesperados, a las raíces que entorpecen el camino y a los senderos de arcilla pisada que lo facilitan. Estos caminillos se han vuelto hoy de color oscuro: la tierra es blanda y caliente y emana un vapor como de aliento de perro, los bordes están salpicados de setas tiernas, algunas diminutas como motas de nieve que anunciaran el invierno. El señor Feliu tropieza con uno de estos senderos y al poco de andar se encuentra con que se parte en dos. Sin mucho pensárselo escoge el de la izquierda, aunque de hecho es indiferente, puesto que cuando llueve en martes todos lo caminos se cierran en círculos casi perfectos y ninguno se decide a salir fuera del castañar.
El sol empieza a centellar entre las nubes cada vez más tenues y se escucha el revolotear de las gotas. El viento se ha llevado un poco de la humedad púrpura que envuelve el aire, y bajo el doloroso sol los troncos oscuros y el limo negro aparecen revestidos de plateadas canas, cual fríos ancianos de hueso desnudo. La escena empieza a adquirir un cierto tono de ensueño, y los árboles murmurantes se cuentan historias inverosímiles sobre los bosques secretos de Barcelona, sobre la lluvia ficticia, sobre los castaños mojados.

El señor Feliu termina de dar la vuelta circular al bosque un poco más rápido que de costumbre -quizás porque está hambriento, quizás porque el extraño susurrar de los árboles lo atemoriza-, y rehace su camino campo a través, vigilando, como siempre, no tropezar con las viejas raices ennegrecidas. 

lunes, 29 de agosto de 2011

Cuento de medianoche

Entonces la noche, muy larga. Las calles se ponen nuevas y limpian el sol, para que vuelva a brillar, y en los bares se queda la gente a hablar y a charlar y a volver a hablar; aunque también hay los que se quedan porque echan de menos los vasos de su casa y los del bar se parecen en la forma y en el color pero es muy tarde, y se gastaron las palabras, y los minutos de espera, y la máquina se quedó sin tabaco y él sin lágrimas para llorar. Y al lado del cristal empañado hay un señor con una chaqueta marrón y los bolsillos gastados, que tiene rosas en el balcón pero está triste porque él quiere amapolas, y por eso hoy mira azul, y es el señor de azul; pero todo el mundo sabe que está enamorado de la camarera, y a ella le gustan los claveles de poeta violetas y los churros con chocolate.

Y el bar lleno de luz como un escaparate, y en las calles frías ni un suspiro, ni una pisada; y las caperucitas tienen que volver a casa a tientas, de la mano del lobo, porque a horas tan viejas ya no se pueden tirar migas, ni monedas ni piedras, y apenas permiten pensar por dentro y con mucho cuidado con lo que se piensa. Y claro, cuando se apagan las luces, porque los escaparates cierran, las calles se llenan de personajes de cuentos que vuelven a casa, muy despacito, y algunos incluso se quedan a esperar que acabe el día, volviendo a ningún sitio, paseando sin hacer ruido y quedándose a descansar en una esquina, pero con mucho cuidado y amor porque, por si alguien no lo sabe, las calles y esquinas son terriblemente irritantes; y las farolas desveladas de madrugada, suegras al cubo.

domingo, 7 de agosto de 2011

La Manzana Perfecta

Si bien no había logrado imaginar con certeza el color de su piel, la textura de su carne o el grado de acidez de su jugo; si bien no hubiera podido responder con seguridad si tendría semillas y una ramita corta en la punta; si bien aún dudaba sobre su tamaño y por tanto si podría alcanzar a verla -¿únicamente lo finito puede ser perfecto o tan sólo lo infinito puede llegar a albergar la perfección?- lo cierto es que sí era lo suficientemente inteligente como para adivinar su forma.

Des de pequeño solía soñar con ella al menos una vez al mes. No importaba la noche: podía soplar viento de primavera, lleno de polen amarillo y moscas de color cartón, o el aire blanco de las tormentas de hielo; podía haber luna llena o la ventana húmeda de vaho; podían brillar luces calientes dentro de unos farolillos japoneses hechos con papel coloreado -azul, violeta, rojo y naranja- junto al humo verdoso de los hombres con pipa fumando en el patio, o bien un vacío negro lleno de un silencio que, de tan muerto, parecía vivo. En cualquier estación, lugar y compañía, él tenía una y otra vez el mismo sueño:

Estaba en una estancia vacía, ancha y alta, esmaltada de blanco y con las esquinas -solamente alcanzaba a ver una, muy lejana, arriba a la izquierda, y aunque él nunca se lo planteara, aquí podemos deducir que la habitación no debía ser cuadrada pues faltaba el ángulo correspondiente debajo- rematadas con papel de oro. Se oía el correr del agua y el suelo estaba cubierto por una infinitud interminable de zapatos, un océano multicolor que se prolongaban hasta el horizonte y teñían la escena de una atmósfera agradable, casi familiar, pues de lo contrario la misma estancia desnuda hubiera resultado tan hostil y desagradable como el cuarto de un centro psiquiátrico. Sin embargo, ocurrían dos cosas extrañas con los zapatos:
- Primera: ninguno de ellos olía. No desprendían ningún tipo de perfume: ni a nuevo, ni a viejo, ni a sudado, ni a limpio, ni siquiera a desinfectado. No olían ni a tierra mojada, ni a arena, ni a agua de río, ni a moqueta inglesa, ni a mármol, ni a lana de calcetín, ni a piel limpia y hidratada con crema blanca, ni a laca de uñas, ni, por supuesto, a queso.
- Segunda: estaban todos ordenados de forma muy peculiar, en fila, como si se siguieran unos a otros, pero de modo que se iban curvando suave, casi imperceptiblemente, en unos remolinos diminutos y a la vez gigantes.
Estas peculiaridades asombraban más al personaje dormido que la propia habitación, e impregnaban la imagen de ese magnetismo característico de la ilusión. No importaba cuantas veces hubiera tenido el mismo sueño antes, siempre le embriagaba la misma sensación de incredulidad cuando, perdido en aquel enorme vació blanco, descubría que el zapato sobre el cual se arrastraba ahora mismo no olía, ni tampoco el siguiente, ni el otro, ni el de más allá. Si entonces levantaba un poco su pequeño hocico de las profundidades de aroma negra, delante de sus ojos se destapaba un universo entero: con montañas, mares, volcanes, ríos y nieblas de zapatos, todos de distintas formas, tamaños y colores, todos desparejados y sin olor. Y, en el fondo, suspendida en el aire, estaba ella: la manzana perfecta.

En ese momento empezaba a tiritar de placer, se le dilataban las pupilas y, ronroneando como un gato, se enroscaba en un laberinto de carne y aliento para intentar encerrar para siempre esa felicidad inmensa. Su abuela, que dormía a su lado con su manta de lana azul y un vaso de leche en la mesita de noche, le despertada con un beso en la frente y los ojos asustados, pensando que unos temblores como esos solo podían ser obra del diablo o de una cena pesada, cosa que era imposible pues hacía más de un mes que tan solo comían lechuga.