sábado, 1 de noviembre de 2014

El extraño retorno (II)


La repetición de las estaciones es tan desquiciante como humana. Su inmutable acontecer profiere a la existencia un ritmo cercano a la sexualidad, la sensible temporalidad que es negada a las naturalezas frígidas. Pero el secreto de su goce no yace en la fugacidad, ni en el incesante empeño por atrapar lo transitorio. No se trata de mera avaricia, sino del pecado original: la manzana del saber, y con ella, el infinito placer de anticiparse a lo conocido. Por eso recibo cada estación envenenada por las caricias del reencuentro y la reconciliación. Las hojas amarillearán antes de caerse, vendrá el mismo viento. Después, la azulada nieve.

Otoño. La sonoridad es su mejor fotografía, su desnudo más sucio. La ñ de retoño y añoranza, de niñez y año. Como podríamos separarlas? No están ellas contenidas también en su nombre, no le pertenecen y le son propias y ondean juntas bajo el ardid de un mago que manipula hilos negros? La niña que añora el otoño. Otoño. La o es de humo y de música jazz. La t lo palatal del beso, la dulce percusión indispensable. Curioso que también la contenga tiempo, y tardío. Y tarada. Sí, claro, tarada: acaso puede el manejo de las viscosas relaciones entre palabras serle a una indiferente? Con razón Nabokov recurre a ello para escribir sobre el incesto. El insoportable, el bueno, el insoportablemente bueno Nabokov.
Así que ahora estoy parafraseando al parafraseador innato. El otoño es una frase: en el sentido más verbal del término, pero también en lo referente al motivo, a la traducción y sobretodo a la paráfrasis, tan necesaria y a la vez tan horrenda como para querer hablar de ella todo el tiempo.

Parafraseo, pues, una última o una primera vez. Sobre la degradación de la luz, sobre como su pobreza y su enfermedad rescatan los rojos ahumados y prohíben el rabioso verde, y devuelven al jazmín la suavidad de su blanco, próximo al marfil, y permiten la abundancia, la riqueza y el matiz apagando los brillos. Sobre la irrevocable tenebrosidad de las madrugadas y la nostalgia del anochecer, cuando los perfumes del verano aún nos arropan y no embriagan hasta confundirnos. Sobre la dolorosa cadencia y decadencia del calor: su dorado goteo, los últimos latidos que se escapan como peces, silbando, aleteando la cola entre las aguas de lluvia que ahogan los tilos...
Parafraseo, pues todo retorno es extraño a él mismo aunque no nos sea extraño a los demás.

domingo, 26 de octubre de 2014

Sobre el metro y otras porquerías

Si es cierto que el roce hace el cariño, entonces la infeliz multitud que cogemos el metro cada mañana somos una muchedumbre de enamorados. En especial los días de mal tiempo ofrecen una montaña de veladas románticas, por no decir lujuriosas: los pasajeros nos fundimos en improvisadas orgías al blanquecino traqueteo del vagón, bañados en una luz temblorosa, espectral, lunar. Verdaderos desenfrenos de pasión matinal solamente interrumpidos por el resbaladizo pitido de las puertas cerrándose.
A los amantes platónicos del transporte público les bastaría con una de estas sesiones de ternura gratuita para desear hacerse con un Ferrari o para iniciarse en el hábito de fantasear con el exterminio de la raza humana. Es una pena que la mayoría de ellos se contenten con publicitar el producto y se abstengan de degustarlo. Una actitud intachablemente casta, sin duda. Pero para una ninfómana del asunto el eslogan perfecto está más que claro: “Abrazos para todos, y si además es usted mona le vamos a estar sobando el culo todo el viaje”.
Y que después digan que el río del amor no siempre desemboca en el mar del resentimiento...

martes, 7 de octubre de 2014

El extraño retorno (I)




La idea del retorno siempre me ha parecido divertida. Encierra algo de autocomplaciencia, tal vez incluso de malicia. En ella encontramos la promesa viciada pero aún tentadora de que somos nosotros los que volvemos al pasado y no el pasado el que acude a nosotros, en otras palabras: la certeza de que los lastres abandonados permanecen donde los soltamos. Esta mínima narración presupone una vida de los recuerdos y lo pretérito aislada del momento presente, como si realmente pudiéramos viajar a un lugar apartado del mundo, dirigirnos al sitio a partir del no-sitio o saltar al aire des del vacío. El concepto de verdadero retorno resulta tan absurdo como el de una huida irrevocable. 

(Menuda forma de predicar verdades inexactas... Mi maestro, si me viera escribir así, me clavaría una aguja en cada uno de los veinte dedos... Pero el sofismo, con toda su ingenuidad, nos ofrece la riqueza de los matices y la confusión de los grises. En ese sentido y como en tantas otras ocasiones, la ambigüedad es tan dulce como venenosa. Y lo peor es que está al alcance de cualquiera, sobretodo al de mis queridos psicólogos literatos).

Esta manifiesta ilusión está acompañada por el sueño de la inmovilidad y la suavidad del olvido, de forma que lo que adolece de infantil también lo tiene de conmovedor. Sólo bajo el consenso de una indulgente comprensión puede ser soportable un discurso de este tipo, si es que los discursos sobre el pasado son de algún modo soportables.


lunes, 25 de marzo de 2013

El final de un libro

Se acerca el final de un libro que llevo tiempo leyendo y siento, como tantas otras veces, una melancolía prematura, una ligera tristeza. En pocos días, tal vez una semana, ese libro desaparecerá de mi cotidianidad material más cercana – la mesita de noche, los trayectos de metro- y volverá a ocupar su puesto en la estantería, como un caballero que, tras la cruzada, regresara maltrecho a casa.
También mi libro presenta algunos síntomas de maltrato: las tapas, antes sedosas e impolutas, se han levantado por las puntas y llenado de rasguños, numerosas páginas están impertinentemente dobladas por los bordes y el lomo está arqueado como la espalda de un viejo. En un arrebato sentimental desearía que mi cuerpo también mostrara alguno de esos signos, alguna herida que nos hermanase y la cicatriz de la cuál tendría que recordarme, en un futuro, el viaje que hemos recorrido juntos.
Lamentablemente o no, es la vida y no los libros la única capaz de dejar ese tipo de heridas; pero incluso así me asusta comprobar que también en la literatura hay algo de inexorabilidad, de finitud. El autor habla en una de sus últimas páginas sobre las pérdidas irreparables del tiempo: la infancia, el genio, el momento que, una vez pasado, son irrecuperables. Aunque él se refiere a la vida de un poeta austriaco, encuentro en sus propias palabras algo dolorosamente insustituible, el hechizo de un presente que no volverá a repetirse.
Este miedo ancestral y casi religioso demora y agudiza los últimos días de lectura, y me siento como un comensal rebañando su plato, conocedor del hecho que, aunque vuelva a probarlo, no será el mismo. Supongo que las últimas palabras sabrán un poco así, agridulces: sin alcanzar aún la tristeza del final ya llevarán la dulzura del recuerdo.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Lluvia

Una tormenta se cierne hoy sobre Barcelona. Cuesta saber si la ciudad es la misma que ayer: el agua no sólo la ha transfigurado sino también transformado y las calles, la gente, los pequeños rebaños de paraguas grises que se arremolinan y se diluyen constantemente en las aceras destilan algo inusual, la simetría propia de un sueño, el persuasivo gesto de lo que es ficticio.
También mis movimientos se empapan de esta extraña irrealidad: las piernas andan como si cruzaran el mar y la arena asediara mis pies vacilantes; el paso se vuelve largo, pesado, obedeciendo el tempo y el carácter de una partitura invisible. Imagino que son las huesudas manos de la lluvia las que tocan hoy el piano del mundo y sus dedos resbaladizos hunden las teclas blancas pero también las negras, entretejiendo las notas naturales con las alteradas, la realidad con la ficción.
Mientras me dirijo hacia el metro en la borrosa mañana observo como los árboles se desdibujan con el viento, el reflejo amargo de las nubes en el suelo. El baile de las cosas continúa, los coches avanzan acompasados. La lluvia cae y mancha de agua la acuarela de la ciudad, borrando sus límites, mezclando sus colores. Durante unos instantes permaneceremos así, suspendidos entre dos mundos. Después, sólo habrá lluvia.

domingo, 3 de marzo de 2013

Primavera atomista


Hace unos pocos días salí al atardecer y encontré un cielo insospechadamente claro, hermosamente primaveral. 
Había estudiado ese mismo día los orígenes de la óptica como ciencia: la escuela atomista y la pitagórica se disputaban en la antigua Grecia la explicación de la naturaleza de la luz y los colores. Los primeros sostenían que la visión era el resultado de un haz de partículas que emanaba de los cuerpos y llegaba a los ojos, y a través de ellos, alcanzaban el alma; los segundos que la vista arrojaba un fuego invisible sobre la cosas, que las descubría, las tocaba y las exploraba. Bajo ese cielo mullidamente azul y prematuramente primaveral pensé que tal vez los atomistas tenían razón y las nubes, lejanamente sonrojadas de un rosáceo opalino, salían a mi encuentro en hileras ordenadas, frías y dulces al mismo tiempo, como la espuma del mar que lamiera los bordes de una playa.
Reflexionando sobre ello se me ocurre que quizás la escuela atomista ideó su teoría pensando en la primavera, y en cambio, los pitagóricos lo hicieron envueltos en las cálidas sombras del otoño, cuando un oblicuo velo de decadencia cae sobre el mundo y debemos tocar y explorar las cosas, bellas y secretas, para poder poder descubrirlas.

lunes, 25 de febrero de 2013

Crisis y gatos cuánticos

Hablaba en una ocasión con un viejo amigo sobre la situación actual: crisis, corrupción, recortes y pobreza son una cantinela bien conocida, aunque no por eso menos llena significado. Sin embargo, no siempre alcanzamos a entender su plena trascendencia: las notas, vacuas e indelebles, se quedan colgadas, como pinceladas aisladas de una melodía que nunca llega a hilarse.
Cuando no es así la composición que escuchamos es una pieza sorda, insostenible: la realidad, abrupta y abismal, cae en una absurdidad feroz y sin salida. Las partes no pueden unirse, es imposible juntar todas las melodías sin que unas enmudezcan ante las otras: la extrema opulencia no tiene cabida ante la miseria de tantos, una corrupción salvaje y condescendientemente perdonada no puede darse al mismo tiempo que el legalizado maltrato a la clase obrera.
Este choque de trenes nos insinúa que tal vez algunos estábamos equivocados y la realidad no es una, ni única, sino una colección fragmentaria de varias realidades, cerradas e irreconciliables. Cuando el científico austriaco Erwin Schrödinger presentó la paradoja conocida como el “gato de Schrödinger” pretendía poner en evidencia la incoherencia de la teoría cuántica con una realidad única y común. En su experimento mental, un gato inicialmente vivo está metido en una caja con una pistola apuntándole a la cabeza. Esta pistola se activa con un contador Geigger, que mide la radiación emitida por un átomo de uranio que puede desintegrarse en cualquier instante. Las leyes de la mecánica cuántica son las que rigen esta desintegración, y dictan que una descripción completa de la realidad es aquella en que los estados “desintegrado” y “no-desintegrado” del átomo confluyen y se superponen, y por tanto también conviven los estados “vivo” y “muerto” del gato dentro de la caja.
Schrödinger quería demostrar que una realidad en que un gato está muerto y vivo al mismo tiempo es una realidad absurda. Pero lo que no se planteó el científico es que tal vez así sea, y las aparentes paradojas de la física cuántica pudieran ser otro indicio de que la paz de nuestra isla de realidad no es más que un fenómeno local dentro del violento mar que nos engulle.