jueves, 15 de septiembre de 2011

Tardes de septiembre: Segunda Parte

El señor Feliu deja a veces arrinconadas su silla y su bolsa de patatitas en un rincón y sube carraspeando hasta la azotea de su edificio. Con tanta vuelta al cole, cursillos de sensibilización a la música o de iniciación al ioga para bebés, ofertas para aprender inglés en dos semanas y colecciones de abanicos, sellos o modelos de BMW antiguos que según dicen, actúan como perfectos sustitutivos de la actividad sexual, llega un momento en que él mismo se pregunta si la perversión lingüística en la que vive no le estará afectando a él también y un día no muy lejano descubrirá que se ha convertido en un sordomudo de esos que llevan su hijo de tres años a clases de sushi en grupo. Quién sabe.
El señor Feliu mira entonces la ciudad que se extiende a sus pies y piensa que, aunque el aire cremoso que la envuelve deforme sus palabras, no las acalla. Porque la verdad es que Barcelona, durante las tardes de septiembre, está preciosa.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Tardes de septiembre: Primera parte.

Es septiembre y se empiezan a amontonar las tardes de septiembre como todos los años. Se apilan unas encima de otras en una estructura desigual, irregular: las hay que huelen a pescado frito, a café, a sexo de hombre; las hay que vienen mojadas de lluvia, bañadas de sol, sucias de mocos otoñales; las hay nuevas, caducadas, gastadas, rotas, aunque no por eso dejan de ser re-utilizables, reciclables, sostenibles; las hay de color gris cielo o rojo panocha; las hay que destacan sobre otras como un leve refulgir del verano y las que se hunden en un frío seco que viene a ser el invierno.
El señor Feliu se las mira desde su balcón en la calle Diagonal y piensa que aunque parezcan diferentes, son todas idénticas: una misma tarde de septiembre, eterna e imperturbable, con su silencio plácido justo antes del anochecer y ese murmullo familiar y reconciliador en la hora punta; con los grititos histéricos de las dependientas que explican sus maravillosos viajes por el mundo al que viene a comprar jamón y la cara aliviada y casi alegre de los ejecutivos que vuelven a la oficina tras unas interminables vacaciones en familia; con sus días tristes de depresión post-vacacional y la charla con la psicoterapeuta de tetas enormes, y los raros días de rebelión interior en que uno decide que no va pagar más impuestos mientras los ricos aún paguen tan poco; con los leves quejidos casi imperceptibles que producen los engranajes cuando vuelven a encajar y el soplido suave pero angustioso del sistema que se reinicia.

Pero sobretodo el mes de septiembre es un mes quieto, y el señor Feliu observa sentado en su silla de plástico azul comiendo unas patatas de bolsa como a pesar del ruido que inunda de nuevo la Diagonal, la ciudad está más callada que nunca: la gente vuelve con la cabeza gacha y la boca cerrada a enfrentarse contra su magnifica colección de problemas y su aún más preciado sinfín de soluciones. Porque en el lugar donde todo es posible, nadie fracasa; los niños no son tontos sino especiales, las mujeres no son frígidas sino espirituales, y los hombres no son idiotas, sino que únicamente se adaptan al sistema.

lunes, 29 de agosto de 2011

Cuento de medianoche

Entonces la noche, muy larga. Las calles se ponen nuevas y limpian el sol, para que vuelva a brillar, y en los bares se queda la gente a hablar y a charlar y a volver a hablar; aunque también hay los que se quedan porque echan de menos los vasos de su casa y los del bar se parecen en la forma y en el color pero es muy tarde, y se gastaron las palabras, y los minutos de espera, y la máquina se quedó sin tabaco y él sin lágrimas para llorar. Y al lado del cristal empañado hay un señor con una chaqueta marrón y los bolsillos gastados, que tiene rosas en el balcón pero está triste porque él quiere amapolas, y por eso hoy mira azul, y es el señor de azul; pero todo el mundo sabe que está enamorado de la camarera, y a ella le gustan los claveles de poeta violetas y los churros con chocolate.

Y el bar lleno de luz como un escaparate, y en las calles frías ni un suspiro, ni una pisada; y las caperucitas tienen que volver a casa a tientas, de la mano del lobo, porque a horas tan viejas ya no se pueden tirar migas, ni monedas ni piedras, y apenas permiten pensar por dentro y con mucho cuidado con lo que se piensa. Y claro, cuando se apagan las luces, porque los escaparates cierran, las calles se llenan de personajes de cuentos que vuelven a casa, muy despacito, y algunos incluso se quedan a esperar que acabe el día, volviendo a ningún sitio, paseando sin hacer ruido y quedándose a descansar en una esquina, pero con mucho cuidado y amor porque, por si alguien no lo sabe, las calles y esquinas son terriblemente irritantes; y las farolas desveladas de madrugada, suegras al cubo.

domingo, 7 de agosto de 2011

La Manzana Perfecta

Si bien no había logrado imaginar con certeza el color de su piel, la textura de su carne o el grado de acidez de su jugo; si bien no hubiera podido responder con seguridad si tendría semillas y una ramita corta en la punta; si bien aún dudaba sobre su tamaño y por tanto si podría alcanzar a verla -¿únicamente lo finito puede ser perfecto o tan sólo lo infinito puede llegar a albergar la perfección?- lo cierto es que sí era lo suficientemente inteligente como para adivinar su forma.

Des de pequeño solía soñar con ella al menos una vez al mes. No importaba la noche: podía soplar viento de primavera, lleno de polen amarillo y moscas de color cartón, o el aire blanco de las tormentas de hielo; podía haber luna llena o la ventana húmeda de vaho; podían brillar luces calientes dentro de unos farolillos japoneses hechos con papel coloreado -azul, violeta, rojo y naranja- junto al humo verdoso de los hombres con pipa fumando en el patio, o bien un vacío negro lleno de un silencio que, de tan muerto, parecía vivo. En cualquier estación, lugar y compañía, él tenía una y otra vez el mismo sueño:

Estaba en una estancia vacía, ancha y alta, esmaltada de blanco y con las esquinas -solamente alcanzaba a ver una, muy lejana, arriba a la izquierda, y aunque él nunca se lo planteara, aquí podemos deducir que la habitación no debía ser cuadrada pues faltaba el ángulo correspondiente debajo- rematadas con papel de oro. Se oía el correr del agua y el suelo estaba cubierto por una infinitud interminable de zapatos, un océano multicolor que se prolongaban hasta el horizonte y teñían la escena de una atmósfera agradable, casi familiar, pues de lo contrario la misma estancia desnuda hubiera resultado tan hostil y desagradable como el cuarto de un centro psiquiátrico. Sin embargo, ocurrían dos cosas extrañas con los zapatos:
- Primera: ninguno de ellos olía. No desprendían ningún tipo de perfume: ni a nuevo, ni a viejo, ni a sudado, ni a limpio, ni siquiera a desinfectado. No olían ni a tierra mojada, ni a arena, ni a agua de río, ni a moqueta inglesa, ni a mármol, ni a lana de calcetín, ni a piel limpia y hidratada con crema blanca, ni a laca de uñas, ni, por supuesto, a queso.
- Segunda: estaban todos ordenados de forma muy peculiar, en fila, como si se siguieran unos a otros, pero de modo que se iban curvando suave, casi imperceptiblemente, en unos remolinos diminutos y a la vez gigantes.
Estas peculiaridades asombraban más al personaje dormido que la propia habitación, e impregnaban la imagen de ese magnetismo característico de la ilusión. No importaba cuantas veces hubiera tenido el mismo sueño antes, siempre le embriagaba la misma sensación de incredulidad cuando, perdido en aquel enorme vació blanco, descubría que el zapato sobre el cual se arrastraba ahora mismo no olía, ni tampoco el siguiente, ni el otro, ni el de más allá. Si entonces levantaba un poco su pequeño hocico de las profundidades de aroma negra, delante de sus ojos se destapaba un universo entero: con montañas, mares, volcanes, ríos y nieblas de zapatos, todos de distintas formas, tamaños y colores, todos desparejados y sin olor. Y, en el fondo, suspendida en el aire, estaba ella: la manzana perfecta.

En ese momento empezaba a tiritar de placer, se le dilataban las pupilas y, ronroneando como un gato, se enroscaba en un laberinto de carne y aliento para intentar encerrar para siempre esa felicidad inmensa. Su abuela, que dormía a su lado con su manta de lana azul y un vaso de leche en la mesita de noche, le despertada con un beso en la frente y los ojos asustados, pensando que unos temblores como esos solo podían ser obra del diablo o de una cena pesada, cosa que era imposible pues hacía más de un mes que tan solo comían lechuga.