sábado, 9 de marzo de 2019

Tres cosas de Madrid



Contar tiene algo de pueril, y a su vez, de ceremonioso. Si tengo suerte, en este texto ganará, de mucho, lo primero a lo segundo. Uno, dos, tres!; uno, dos, tres! Un desinflado vals vienés. Uno, dos, tres; uno, dos, tres. Qué modo de clasificar tan extraño proporcionan los números.

1. Delante de la Almudena, en esa calle que costosamente remonta la colinita, se encuentra un triángulo de hierba agudo y rampante, en medio de cuya dificultad se abre un cedro del Líbano. Aunque probablemente fue el primero de los muchos que encontré en Madrid, recuerdo de forma especial esa ocasión debido a la tierna majestuosidad del árbol: de un lado, su desmesurada altura aumentada por la geografía de las calles; de otro, el descubrimiento casi perpendicular, íntimo, de su entresijo de hojas, que dejaba pasar indulgentemente un rescoldo de luz rocosa: como una mantilla de punta, como una negra melena rizada.
De los jardines de Sabatini, siempre en el Madrid de los Austria, retengo una segunda imagen. Visitamos el lugar al mediodía, cuando el sol limpiaba cierto matiz mohoso de los verdes y dotaba al jardín, de lo contrario insoportablemente rococó, de una agradable aspereza mediterránea. Aquí y allá, entre la neurosis de las formas geométricas, se desparramaba una magnolia o arrancaba un pino. Entramos en los jardines por una escalera elevada, de tal forma que des de esa altura los cedros se vislumbraban sin esfuerzo, horizontalmente. Su presencia me produjo inmediatamente un sosiego cercano, cierta ficción de reconocimiento mutuo. Veo aún su silueta de centinela, la de un hombre esperando en medio de un campo agreste. En realidad, no era sino un árbol siendo árbol, rodeado de masas de hierba humanizadas.

2. Aún estábamos entumecidos por las horas pasadas en el tren cuando visitamos la plaza Mayor. Ese cuadradito rojo, de atmósfera nórdica y ciertos detalles de imperialismo cuqui, huele en la época navideña intensamente a sopa. Al aproximarnos por una de las callejuelas laterales ya arrugaba yo la nariz por el olor a col y a panceta hervidos. Debajo de los arcos de la plaza, los vapores de las cocinas mezclados con el aire helado producían la impresión de hallarse en una pretérita ciudad de provincias, cuyos restaurantes serían aún sitios de hospitalidad que se preocupaban, si bien respondiendo a una especie de amor propio, del frío y el cansancio del pasante. Más allá de lo pintoresco, el olor resultaba, en realidad, algo desagradable; y uno debía luchar continuamente contra la incómoda sensación de haber entrado, por error, en el patio interior de una casa ajena.
Había otro efecto colateral de esta profusión de restaurantes de antes. Abundaban, especialmente a primera hora de la tarde, los grupúsculos de señoras ya mayores: sus manos y antebrazos enfundados en un tablero de ajedrez de cuero, joyas y pelo; recubiertas de finos polvillos y perfumes acidulados. Eran, a pesar de su petulancia, francamente alegres, y resultaba divertido mirar sus cabecitas rubias, blancas y rojas acercarse y alejarse alternadamente para cuchichear u observar a alguien.

3. En mi cuadernillo de tapas de papel de puro, la linea que encabeza la última nota dice “El cielo de Madrid”. Ahora, des de la distancia, me parece un tema manoseado, indefinido: azúcar y agua. Escribí que es un cielo recogido, estrecho, de postín, un fondo de decorado teatral pintado de un color exacto y químico. Al releerlo lo encuentro una exageración. No atino a decidirme, sin embargo, por ningún otro argumento. Pienso en el Prado y los cuadros negros de Goya, que pintó para oscurecer las paredes de su propia casa. Ese no es el Madrid que yo he conocido, aunque ciertamente también existió, hasta podría ser que existiera más que el de hoy. En una sala contigua estaba el “Jardín de las delicias”, con su locura inacabable y bien iluminada. Había esferas de un azul expansivo de mediodía; dos rostros se asomaban del interior de una granada sanguínea, rosada como son rosados los atardeceres fríos y limpios de enero. Cientos de figuras vivas habitaban el retablo, borrando hasta la nadería el verde espacio. Así debía ser también el cielo que yo vi en Madrid: empequeñecido por las riadas de gente, hogareño, y en su uniforme cromatismo, indiferente.