sábado, 18 de agosto de 2018

Minúsculo y negro

Me viene a visitar de noche, ya recostada en la cama, la imagen de dos hombres sentados bajo el porche de madera de una taberna cuyo tembloroso techo resiste enzarzado de glicina, a pocos pasos del agua de un puerto. Alrededor de los dos hombres flota, como flota a veces un pez muerto en la superficie del mar, un aire granado por el sudor y el tabaco, picante y áspero, que produce una asfixia incansable: el olor de un Dios angustiado y trasnochado.
 Puedo ver, claramente, los cabellos de un rubio quemado sobre la piel rojiza, oxidada, de su brazo arbóreo; las rallas de la camisa pegajosas y olvidadas; los agujeros en la boca que centellean como adornos de obsidiana. Las nucas que apestan a sal se giran ante el caminar de una adolescente, cuyo pelo oscuro viene cubierto con un pañuelo rosado, vaporoso y extraño como la piel de un niño. La tabernera lo observa todo des de la medio penumbra, gordísima e impasible, con unos ojos que apenas logran abrirse paso entre los duros pómulos, llenos de hiel y de grasa. 
La imagen me usa, como a un trapo, para limpiarse, y una vez definida comienza poco a poco a extinguirse, ligera y agotada, hasta casi entregarme de nuevo al insomnio. Tan solo el olor absorbente del tabaco sudado persiste, frío y obsesivo, mientras mi mente vuelve una y otra vez sobre el círculo del cenicero donde una colilla se rompe y la mano aproxima un cigarrillo corto, cual un dedo minúsculo y negro...