Una tormenta se cierne hoy sobre Barcelona. Cuesta saber si la ciudad es la misma que ayer: el agua no sólo la ha transfigurado sino también transformado y las calles, la gente, los pequeños rebaños de paraguas grises que se arremolinan y se diluyen constantemente en las aceras destilan algo inusual, la simetría propia de un sueño, el persuasivo gesto de lo que es ficticio.
También mis movimientos se empapan de esta extraña irrealidad: las piernas andan como si cruzaran el mar y la arena asediara mis pies vacilantes; el paso se vuelve largo, pesado, obedeciendo el tempo y el carácter de una partitura invisible. Imagino que son las huesudas manos de la lluvia las que tocan hoy el piano del mundo y sus dedos resbaladizos hunden las teclas blancas pero también las negras, entretejiendo las notas naturales con las alteradas, la realidad con la ficción.
Mientras me dirijo hacia el metro en la borrosa mañana observo como los árboles se desdibujan con el viento, el reflejo amargo de las nubes en el suelo. El baile de las cosas continúa, los coches avanzan acompasados. La lluvia cae y mancha de agua la acuarela de la ciudad, borrando sus límites, mezclando sus colores. Durante unos instantes permaneceremos así, suspendidos entre dos mundos. Después, sólo habrá lluvia.