Cuando el señor Feliu sale de casa ya es noche cerrada, y por la calle se expande una niebla oscura, mugrienta, un poco salada y con olor a pescado frito que no desaparece hasta bien entrada la mañana siguiente. Es el espíritu del otoño, esa extraña mezcla de melancolía del verano y miedo al invierno que nos sobrecoge en los días más fríos, en las noches más largas. No es, sin embargo, una sensación nada desagradable, más bien se nos aparece como una revelación silenciosamente hermosa, paradójicamente renovadora. La decadencia del otoño trae consigo un encanto ligero, casi invisible, como una gasa que envolviera los árboles desnudos, la lluvia cenicienta.
El señor Feliu sale de casa y a las seis de la tarde ya es noche cerrada. En las ventanas del edificio de enfrente se reflejan las luces de los coches, de las tiendas, de la televisión demasiado alta del vecino del sexto y de la dulce bombilla azulada del estudiante de saxofón. Todas ellas chisporrotean en la superficie clara, todas, menos la luz naranja de las farolas. Ayer cambiaron la hora y hoy todavía no se han encendido.
El señor Feliu aspira el viejo aroma del otoño y se adentra en la negrura espesa de la calle. Mientras camina, bajo sus pies crujen hojas secas y manadas enteras de mosquitos muertos de frío.