sábado, 15 de diciembre de 2018

Tu nombre es un perfume que se derrama (y III)

Se hace tarde y debemos continuar el viaje hacia París, así que, una vez apurado el café, nos desperezamos y nos alzamos. El monje-marinero de barba roja, que hacía rato que había desaparecido, acude después de que Jean-Pierre le llame con un aparatillo que en este entorno resulta cómico y ligeramente ridículo: un walky-talkie pequeñito pero moderno, que cada monje lleva colgado discretamente en su cinturón.

Al salir fuera, descubrimos que el día se ha entristecido: la luz está empolvada de una arenilla de hueso y el cielo ha adquirido un aspecto mórbido, bajo, de atardecer opaco. Antes de subir al coche, damos un breve paseo por los alrededores del monasterio. Aunque Jean-Pierre camina muy erguido, mantiene el mismo tono de voz que en el interior de su casa, de forma que gran parte de sus frases son engullidas por el chismorreo de las hojas peleando en los árboles o aplastándose bajo nuestros pies. En uno de estos falsos silencios vuelvo a pensar en el Cantar de los Cantares. Intuyo que difícilmente podré llegar a convencerme algún día de haber descubierto la verdadera intención del gesto de Jean-Pierre. Dejando de lado las justificaciones de índole morboso, demasiado simples para poseer realmente peso alguno, las dos interpretaciones que me parecen más persuasivas resultan ser antagónicas. De un lado, esa Biblia abierta en el Cantar podría explicarse como una muestra de flexibilidad y tolerancia respecto a la sensualidad, un diminuto elemento discordante en la habitación cuadrada, destinado a suavizar la enorme impresión de rigor que transmiten tanto el mismo Jean-Pierre como su casa de eremita. Asimismo, podría ser exactamente lo contrario: una exhibición de auténtico ascetismo, la sutil prueba de que un hombre puede leer explícitamente sobre el deseo, la juventud y el amor físico des de la más alejada de las soledades y no encontrar en esas palabras más que otra expresión de su devoción por Dios, y, quizá, cierta belleza descarnada.

A medida que nos acercamos al coche, el grupo se recompone y comienzan a escucharse las preguntas formales que suelen preceder las despedidas entre conocidos noveles. Las palabras de adiós de Jean-Pierre son a su vez tiernas y distantes, barnizadas de la agridulce necesidad con la que se separan a veces los hijos de sus padres. El monje-marinero nos saluda enérgicamente y con una afectividad sincera, tal y como como nos había recibido. Su humor apenas ha sufrido alteración alguna durante nuestra visita y me preguntó como un hombre como él logra sobrevivir aquí, entre muros de yeso y de montaña, escuchando continuamente los murmullos devotos y el vocear de las águilas, viviendo la inocente vida de un niño...

Jean-Pierre se despide una última vez a través de la ventana del coche y veo su cabecita blanca que se gira y paulatinamente se encoge, tornándose a cada paso más marrón hasta que parece hundirse completamente en los pliegues de su túnica. Un instante después el coche se arroja sin esfuerzo por el camino que se retuerce pendiente abajo y enseguida nos arropan unas sombras de un verde acuoso. Le cuento a Enrico lo que he visto en la habitación cuadrada y empiezo a buscar en Internet el Cantar de los Cantares, para poder leerlo, ahora, al resguardo de la mirada azul hielo de Jean-Pierre.

Cuando la carretera ya nos ha devuelto a las mansas amplitudes del valle, donde el día parece menos cansado, encuentro al fin el poema. Sin saber si son símbolo o casualidad, leo en voz alta algunos versos:

¡Que me bese ardientemente con su boca!
Porque tus amores son más deliciosos que el vino;
sí, el aroma de tus perfumes es exquisito,
tu nombre es un perfume que se derrama:
por eso las jóvenes se enamoran de ti.


La carretera sigue y leemos algunos pedazos más, al azar. El retorno al valle nos ha descubierto en el horizonte unas ventanas de cielo claro, apuntando al malva, que anuncian cierto viento nocturno. Mi excitación, poco a poco, se deshace, y presiento que no habrá nada más. El vidrioso vapor que cubre los campos se recrudece. En las montañas, ahora ya distantes, empiezan a encenderse algunas luciérnagas de gas.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Tu nombre es un perfume que se derrama (II)


En la mesa nos aguardan una multitud de dulces cuidadosamente dispuestos, con una gracia sencilla que no llega a ser, sin embargo, espontánea. A decir verdad, toda la habitación está en perfecto orden, como si cada cosa hubiera sido colocada obedeciendo un diseño preestablecido, algo que la cantidad limitada de muebles y objetos contribuye amablemente a disimular. En un casto esfuerzo por evitar mirar una enésima vez más la apetecible montaña de galletitas, decido fijarme en el solemne ejemplar de la Biblia que yace a mi lado, abierto con impudicia sobre un macizo atril de madera. Es una edición voluptuosa, de hojas largas como un chiquillo de tres años y márgenes espaciosos para descansar los ojos, como una avenida ancha que permitiera pasear despacio. Leo, en la página que oblicuamente se nos ofrece, un título antiguo, pronunciado hace mucho tiempo, que resuena en mi cabeza entre los vapores perfumados del pasado: Cantar de los cantares.

Quisiera decírselo, al instante, a Enrico, pero tengo que callarme y obligar a mis ojos a apartarse, no ya de los tentadores dulces, sino del traslúcido rostro de Jean-Pierre, que continua sentado, rígido pero reposado, con las blancas manos cruzadas sobre su regazo hueco. El Cantar de los cantares lo leí por primera vez en mi adolescencia temprana, bajo la tutela de un profesor de lengua que aligeraba su carácter algo estúpido y su indisimulada fascinación por las alumnas, especialmente aquellas de aspecto infantil y aún sin granar, con arrebatos clarividentes en los cuáles nos hacía leer textos clásicos o impartía breves cursos sobre la historia del cine, que para mi suponían, como no podría ser de otra forma a esa edad, una especie de revelación. Recuerdo bien esa lectura sobre flores y pieles, en la estrecha aula de aire abigarrado y luz arenosa, y mi incredulidad ante la belleza de un libro que, como una idiota, había prejuzgado como gris y sin brisa.

La conversación prosigue alrededor de la mesita de café y Jean-Pierre despliega un humor irónico y sutil, un poco demasiado amargo para su cuerpecillo de anémico, tan gaseoso. Explica, aceptando nuestra curiosidad por su vida cotidiana como algo natural, que la rutina en el monasterio es pausada y aislada; exceptuando los domingos, que es el día de la comunidad y en el que, si la meteorología lo permite, recorren, en grupo, algún sendero agreste. Sus frágiles manos dibujan a veces arcos suaves, de una precisión severa. Inevitablemente, la malicia se ha apoderado de mi juicio sobre Jean-Pierre des de que he descubierto el objeto de su lectura, y me siento poseedora de un secreto oscuro y juguetón, que me cosquillea por dentro. Esta malicia no es, sin embargo, puramente mezquina: en un lugar tan concienzudamente ordenado como la habitación donde nos hallamos, esa Biblia abierta en el Cantar de los cantares es indudablemente un gesto intencionado, singular, casi provocativo.