domingo, 26 de octubre de 2014

Sobre el metro y otras porquerías

Si es cierto que el roce hace el cariño, entonces la infeliz multitud que cogemos el metro cada mañana somos una muchedumbre de enamorados. En especial los días de mal tiempo ofrecen una montaña de veladas románticas, por no decir lujuriosas: los pasajeros nos fundimos en improvisadas orgías al blanquecino traqueteo del vagón, bañados en una luz temblorosa, espectral, lunar. Verdaderos desenfrenos de pasión matinal solamente interrumpidos por el resbaladizo pitido de las puertas cerrándose.
A los amantes platónicos del transporte público les bastaría con una de estas sesiones de ternura gratuita para desear hacerse con un Ferrari o para iniciarse en el hábito de fantasear con el exterminio de la raza humana. Es una pena que la mayoría de ellos se contenten con publicitar el producto y se abstengan de degustarlo. Una actitud intachablemente casta, sin duda. Pero para una ninfómana del asunto el eslogan perfecto está más que claro: “Abrazos para todos, y si además es usted mona le vamos a estar sobando el culo todo el viaje”.
Y que después digan que el río del amor no siempre desemboca en el mar del resentimiento...

martes, 7 de octubre de 2014

El extraño retorno (I)




La idea del retorno siempre me ha parecido divertida. Encierra algo de autocomplaciencia, tal vez incluso de malicia. En ella encontramos la promesa viciada pero aún tentadora de que somos nosotros los que volvemos al pasado y no el pasado el que acude a nosotros, en otras palabras: la certeza de que los lastres abandonados permanecen donde los soltamos. Esta mínima narración presupone una vida de los recuerdos y lo pretérito aislada del momento presente, como si realmente pudiéramos viajar a un lugar apartado del mundo, dirigirnos al sitio a partir del no-sitio o saltar al aire des del vacío. El concepto de verdadero retorno resulta tan absurdo como el de una huida irrevocable. 

(Menuda forma de predicar verdades inexactas... Mi maestro, si me viera escribir así, me clavaría una aguja en cada uno de los veinte dedos... Pero el sofismo, con toda su ingenuidad, nos ofrece la riqueza de los matices y la confusión de los grises. En ese sentido y como en tantas otras ocasiones, la ambigüedad es tan dulce como venenosa. Y lo peor es que está al alcance de cualquiera, sobretodo al de mis queridos psicólogos literatos).

Esta manifiesta ilusión está acompañada por el sueño de la inmovilidad y la suavidad del olvido, de forma que lo que adolece de infantil también lo tiene de conmovedor. Sólo bajo el consenso de una indulgente comprensión puede ser soportable un discurso de este tipo, si es que los discursos sobre el pasado son de algún modo soportables.