miércoles, 18 de febrero de 2015

Persona



Hablaba y hablaba. Hablaba abundantemente, como no podía ser de otra forma, sobre los rostros:
“La expresión facial, en Bergman, no supone una manifestación de la angustia sufrida por el personaje sino una revelación especular de la que experimenta el inocente espectador. Inocente? Sí, por supuesto, tremendamente. La exposición incesante a una cara desconocida es un ataque y como tal no puede más que provocar inquietud y repugnancia, puesto que cualquier exhibicionismo, aunque bello, pretende en el fondo molestar al público y arrancarle de su pasmosa comodidad. Penosa, perdón, penosa comodidad.”
Era exactamente así? Lo supongo. En cualquier caso, al ser repetida ahora rostros parece una palabra más gentil, más hermosa. En el aleteo de la lengua que acompaña su pronunciación se observa el vuelo típico de la mariposa; su fonética abstrusa la empareja, accidentalmente, con rastro y todo lo que éste término conlleva de espectral e imperfecto. 
Pero si nos fijamos, por ejemplo, en las escenas de fondo indistinguible, las facciones se destacan con una inmutabilidad que no pertenece al cine, ni siquiera a la fotografía. Los cuerpos, delimitados por la extensión de su propia sombra, son los de la escultura griega clásica. Esto explica cierto hieratismo en el movimiento, la textura especial de la carne cuando recibe la luz que devuelve, en la gran pantalla, con la pureza de un material precioso e incorruptible. Únicamente del mármol puede proceder la fría sensualidad de unos rostros que nos miran sin que nuestra sedienta mirada logre tocarles nunca.”
Visto así, el que escucha está condenado a una idéntica crueldad. Lo dicho nos alcanza sin que llegue a pertenecernos plenamente... como una flecha errada que nos hiriera sin acertar a matarnos. Hablaba, hablaba. Un puñal despuntado, una bala perdida.