domingo, 18 de diciembre de 2011

Canción a la sombra

Abrigado por la sombra de los plataneros
hay un niño
que juega
mientras entre las crisálidas
                                           de la tarde
                                                        crece el calor.
Se oye el griterío lejano
de la ciudad
y el polvo amarillento, levantado,
por miles
            de moscas
                           zumbando,
recuerda el humo.
De vez en cuando, el vienta sopla y mueve
los ramilletes de flores de las niñas,
todas ellas,
transparentes. Caminan con los calcetines altos de la mano
                                                                                           del abuelo.
Suenan como disparos de primavera.
El niño no lo escucha
y sigue
         jugando
entre las tiernas mariposas
                                        del ocaso.

lunes, 5 de diciembre de 2011

El cajón de los retratos.

El señor Feliu guarda en el tercer cajón de su fiel armario color caoba un grupo reducido de papeles, todos de un mismo tamaño y formato, teñidos de un viejo color amarillento como de pera marchita. Junto a ellos descansan olvidados una multitud curiosa de objetos diversos: un pisapapeles en forma de gato tallado en madera de ciruelo con la pata derecha despintada y el cuenco de uno de los antiguos ojos de nácar desnudo, tres paquetes sin abrir de gomas milán color rosa, un ramillete de flores secas de acacia, un botecito de cristal verde lleno de minúsculos granos de arroz negro que, si uno se fijara bien, descubriría que son en realidad moscas de una variedad muy anómala de torso violeta y una infinitud más de lazos, papel de cartas, cajitas de madera o de cartón, postales, cigarrillos rotos e incluso dos o tres larvas de polillas gordas como sapos de tanto comer polvo. Con todo esto, el pequeño desorden no logra ocupar ni la mitad del hondo cajón y hace tiempo que ha desaparecido de la memoria del señor Feliu. 

El grupo de papeles es quizás el objeto más interesante del cuadro. Aunque han perdido color con el tiempo y la precisión del trazo se ha difuminado bajo una invisible pero existente capa de musgo, la serie de retratos a lápiz que pintó en su día el señor Feliu aún conservan su enigmática esencia.
De aquí dos días, el señor Feliu se acordará accidentalmente de ese pequeño tesoro enterrado, y si logra esquivar las dos monstruosas polillas y el mesurado gentío de distracciones que las acompañan, conseguirá desenterrarlo. Aunque eso, claro está, él aún no lo sabe.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Los castaños mojados.



Hoy ha llovido en Barcelona y el señor Feliu sale a caminar bajo los castaños mojados. Es una tarea sutilmente compleja, no puede andar uno distraído: el agua constante ha doblado los rudos brazos de los árboles y de vez en cuando cae una rama nueva, cada vez más pesada, cada golpe más vieja: se balancea rozando el suelo unos instantes, bailando suavemente al son de la pasada lluvia y se detiene de pronto, aplastada bajo el silencio que inunda el bosque.
El señor Feliu avanza pues de puntillas, atento a las caídas súbitas y a los charcos inesperados, a las raíces que entorpecen el camino y a los senderos de arcilla pisada que lo facilitan. Estos caminillos se han vuelto hoy de color oscuro: la tierra es blanda y caliente y emana un vapor como de aliento de perro, los bordes están salpicados de setas tiernas, algunas diminutas como motas de nieve que anunciaran el invierno. El señor Feliu tropieza con uno de estos senderos y al poco de andar se encuentra con que se parte en dos. Sin mucho pensárselo escoge el de la izquierda, aunque de hecho es indiferente, puesto que cuando llueve en martes todos lo caminos se cierran en círculos casi perfectos y ninguno se decide a salir fuera del castañar.
El sol empieza a centellar entre las nubes cada vez más tenues y se escucha el revolotear de las gotas. El viento se ha llevado un poco de la humedad púrpura que envuelve el aire, y bajo el doloroso sol los troncos oscuros y el limo negro aparecen revestidos de plateadas canas, cual fríos ancianos de hueso desnudo. La escena empieza a adquirir un cierto tono de ensueño, y los árboles murmurantes se cuentan historias inverosímiles sobre los bosques secretos de Barcelona, sobre la lluvia ficticia, sobre los castaños mojados.

El señor Feliu termina de dar la vuelta circular al bosque un poco más rápido que de costumbre -quizás porque está hambriento, quizás porque el extraño susurrar de los árboles lo atemoriza-, y rehace su camino campo a través, vigilando, como siempre, no tropezar con las viejas raices ennegrecidas. 

domingo, 20 de noviembre de 2011

Viaje en diez lineas.

La habitación está iluminada con la luz tenue de la mesilla de noche, que resplandece con suaves ondas en las paredes blancas y la ventana cerrada. Fuera se extiende una oscuridad anaranjada, propia de las noches lluviosas del mes de noviembre. El señor Feliu ve a través del frío y la humedad como la joven vecina del quinto sale a regar una hiedra marchita y vuelve a entrar rápidamente, hostigada por la noche y la evidente inutilidad de su empresa. Vuelve a fijar la vista en el libro amarillento que reposa en su falda, Pequeñas alegrías, y se dispone a leer un artículo llamado Mayo en el castañar, que empieza así:

“Ahora, en los primeros días de mayo, y luego durante el tardío otoño es cuando el paisaje sureño de montaña conoce sus más hermosos días. A lo largo de todo el verano las lomas y el monte bajo se han ido cubriendo de vegetación. Todo el paisaje es en esta época verde, verde, verde, y si no estuviera salpicado de aldeas polícromas y luminosas y a lo lejos no emergieran algunos picachos nevados, sería casi monótono. Mas ahora, cuando los castaños comienzan a echar hoja, cuando el bosque ya no es transparente, cuando los últimos cerezos silvestres se desfloran y las primeras acacias comienzan a florecer, ahora el bosque sureño es embelesador con su nuevo follaje recién estrenado, tirando a rojizo, aún tan escaso y fluctuante y dejando ver el cielo y las estrellas y las lejanas montañas.”

El señor Feliu termina de leer con las gafas empañadas de vaho primaveral y las pantuflas sucias de tierra. Sólo antes de cerrar la luz y enterrarse entre las sábanas calientes piensa que, por bien de las compañías aéreas y malogro de las editoriales, los libros siguen siendo una ignorada manera de viajar rápida, barata y lejanamente. Sin olvidar, sobretodo, la comodidad de poder dormir en casa.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Las farolas en otoño

Cuando el señor Feliu sale de casa ya es noche cerrada, y por la calle se expande una niebla oscura, mugrienta, un poco salada y con olor a pescado frito que no desaparece hasta bien entrada la mañana siguiente. Es el espíritu del otoño, esa extraña mezcla de melancolía del verano y miedo al invierno que nos sobrecoge en los días más fríos, en las noches más largas. No es, sin embargo, una sensación nada desagradable, más bien se nos aparece como una revelación silenciosamente hermosa, paradójicamente renovadora. La decadencia del otoño trae consigo un encanto ligero, casi invisible, como una gasa que envolviera los árboles desnudos, la lluvia cenicienta.

El señor Feliu sale de casa y a las seis de la tarde ya es noche cerrada. En las ventanas del edificio de enfrente se reflejan las luces de los coches, de las tiendas, de la televisión demasiado alta del vecino del sexto y de la dulce bombilla azulada del estudiante de saxofón. Todas ellas chisporrotean en la superficie clara, todas, menos la luz naranja de las farolas. Ayer cambiaron la hora y hoy todavía no se han encendido.
El señor Feliu aspira el viejo aroma del otoño y se adentra en la negrura espesa de la calle. Mientras camina, bajo sus pies crujen hojas secas y manadas enteras de mosquitos muertos de frío.

domingo, 2 de octubre de 2011

Desde la ventana

Hay en todas las ventanas algo enigmático y casi mágico que nos empuja a asomarnos a ellas, a abrir más los ojos y respirar más fuerte cuando estamos apoyados en un alféizar pintado de blanco o en la barandilla retorcida de un balcón que cuando andamos pisando los adoquines viejos de la calle, a prestar atención a detalles y gestos que en otras ocasiones ni siquiera advertiríamos porque, desde las alturas, nos sentimos dueños del mundo, poseedores de un secreto tan fantástico e insospechado que solamente podía ser descubierto desde una situación privilegiada,
La hija del señor Feliu conoce este poder revelador de las ventanas y por eso pasa la mayor parte de su tiempo libre asomada a la suya, con las manos sudorosas agarradas en el marco azul que hace tiempo que ha dejado de manchar y los ojos desnudos. De hecho, justo en este instante la muchacha está sentada en el pequeño espacio entre el marco y su pequeño tiesto de geranios rojos, mirando las motas de polvo que se balancean en el aire tierno. Es ese momento del día, entre la tarde y el anochecer, en que las sombras se vuelven moradas y el aire adquiere una textura blanda, dulce, casi temblorosa. En la calle hay bastante gente y como es sábado se oye el murmullo sordo de la fiesta que se avecina. Pero no es un ruido perturbador, ni mucho menos, más bien parece el sonido de una fuente que borbollea, como si la noche se deslizara suavemente bajo tierra y sólo se pudiera oír su blanco susurro y ver su jadeo pesado, húmedo, de luz violeta.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Pequeñas alegrías

El viento de invierno ha llegado por fin a Barcelona y por primera vez en mucho tiempo hace frío. Quizás no sea un frío cierto, pero tampoco se puede decir realmente que sea de mentira. Las pruebas son irrefutables: la gente se tapa de noche y cierra el aire acondicionado para abrir las ventanas, los flacuchos y deprimidos ya empiezan a estornudar y el señor Feliu ha corroborado con sus prismáticos de correa azul que el vecino gordo de enfrente ya no se pone desodorante seis veces al día, sinó sólo dos. Sin embargo este frío encierra algo engañoso: quizás deberíamos llamarle el último viento de verano en vez del primer viento de invierno.
El personaje que nos ocupa lee ahora en su habitación de madera, y por la ventana entra el aire extrañamente limpio y delicado. Ha empezado un nuevo libro y se sorprende al encontrar, ya entre las primeras páginas, una crítica al modo de vida de hoy en día; crítica que encierra una verdad pequeña, prácticamente invisible, pero no por eso menos reveladora.

“Este carácter vertiginoso de la vida actual ha ejercido sobre nosotros su nefasta influencia ya desde la primera educación; es triste, pero inevitable. Lo peor es que la prisa de la vida moderna se ha apoderado ya de nuestras escasas parcelas de ocio; nuestra forma de gozar y divertirnos apenas es menos nerviosa y azacanada que la barahúnda de nuestro trabajo. “La mayor cantidad posible y la mayor celeridad posible”, es la consigna. La consecuencia de ello es el aumento progresivo del placer y la disminución progresiva de la alegría. […]
Yo no dispongo de una receta universal, como no dispone nadie, contra esta situación deplorable. Pero quiero traer a la memoria una consigna nada moderna, muy vieja: el disfrute moderado es doble disfrute. Y: no desatendáis las pequeñas alegrías.”

Se apunta pacientemente la cita en su cuaderno de páginas blancas y anota en un lado, con letra diminuta, la referencia: Hermann Hesse, Pequeñas alegrías (Alianza Editorial). Han pasado diez largos minutos mientras copiaba el texto en su libretita, pero él asiente satisfecho convencido de que ha valido la pena. Verdades así no se encuentran todos los días, ni siquiera cuando hace frío.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Tardes de septiembre: Segunda Parte

El señor Feliu deja a veces arrinconadas su silla y su bolsa de patatitas en un rincón y sube carraspeando hasta la azotea de su edificio. Con tanta vuelta al cole, cursillos de sensibilización a la música o de iniciación al ioga para bebés, ofertas para aprender inglés en dos semanas y colecciones de abanicos, sellos o modelos de BMW antiguos que según dicen, actúan como perfectos sustitutivos de la actividad sexual, llega un momento en que él mismo se pregunta si la perversión lingüística en la que vive no le estará afectando a él también y un día no muy lejano descubrirá que se ha convertido en un sordomudo de esos que llevan su hijo de tres años a clases de sushi en grupo. Quién sabe.
El señor Feliu mira entonces la ciudad que se extiende a sus pies y piensa que, aunque el aire cremoso que la envuelve deforme sus palabras, no las acalla. Porque la verdad es que Barcelona, durante las tardes de septiembre, está preciosa.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Tardes de septiembre: Primera parte.

Es septiembre y se empiezan a amontonar las tardes de septiembre como todos los años. Se apilan unas encima de otras en una estructura desigual, irregular: las hay que huelen a pescado frito, a café, a sexo de hombre; las hay que vienen mojadas de lluvia, bañadas de sol, sucias de mocos otoñales; las hay nuevas, caducadas, gastadas, rotas, aunque no por eso dejan de ser re-utilizables, reciclables, sostenibles; las hay de color gris cielo o rojo panocha; las hay que destacan sobre otras como un leve refulgir del verano y las que se hunden en un frío seco que viene a ser el invierno.
El señor Feliu se las mira desde su balcón en la calle Diagonal y piensa que aunque parezcan diferentes, son todas idénticas: una misma tarde de septiembre, eterna e imperturbable, con su silencio plácido justo antes del anochecer y ese murmullo familiar y reconciliador en la hora punta; con los grititos histéricos de las dependientas que explican sus maravillosos viajes por el mundo al que viene a comprar jamón y la cara aliviada y casi alegre de los ejecutivos que vuelven a la oficina tras unas interminables vacaciones en familia; con sus días tristes de depresión post-vacacional y la charla con la psicoterapeuta de tetas enormes, y los raros días de rebelión interior en que uno decide que no va pagar más impuestos mientras los ricos aún paguen tan poco; con los leves quejidos casi imperceptibles que producen los engranajes cuando vuelven a encajar y el soplido suave pero angustioso del sistema que se reinicia.

Pero sobretodo el mes de septiembre es un mes quieto, y el señor Feliu observa sentado en su silla de plástico azul comiendo unas patatas de bolsa como a pesar del ruido que inunda de nuevo la Diagonal, la ciudad está más callada que nunca: la gente vuelve con la cabeza gacha y la boca cerrada a enfrentarse contra su magnifica colección de problemas y su aún más preciado sinfín de soluciones. Porque en el lugar donde todo es posible, nadie fracasa; los niños no son tontos sino especiales, las mujeres no son frígidas sino espirituales, y los hombres no son idiotas, sino que únicamente se adaptan al sistema.

lunes, 29 de agosto de 2011

Cuento de medianoche

Entonces la noche, muy larga. Las calles se ponen nuevas y limpian el sol, para que vuelva a brillar, y en los bares se queda la gente a hablar y a charlar y a volver a hablar; aunque también hay los que se quedan porque echan de menos los vasos de su casa y los del bar se parecen en la forma y en el color pero es muy tarde, y se gastaron las palabras, y los minutos de espera, y la máquina se quedó sin tabaco y él sin lágrimas para llorar. Y al lado del cristal empañado hay un señor con una chaqueta marrón y los bolsillos gastados, que tiene rosas en el balcón pero está triste porque él quiere amapolas, y por eso hoy mira azul, y es el señor de azul; pero todo el mundo sabe que está enamorado de la camarera, y a ella le gustan los claveles de poeta violetas y los churros con chocolate.

Y el bar lleno de luz como un escaparate, y en las calles frías ni un suspiro, ni una pisada; y las caperucitas tienen que volver a casa a tientas, de la mano del lobo, porque a horas tan viejas ya no se pueden tirar migas, ni monedas ni piedras, y apenas permiten pensar por dentro y con mucho cuidado con lo que se piensa. Y claro, cuando se apagan las luces, porque los escaparates cierran, las calles se llenan de personajes de cuentos que vuelven a casa, muy despacito, y algunos incluso se quedan a esperar que acabe el día, volviendo a ningún sitio, paseando sin hacer ruido y quedándose a descansar en una esquina, pero con mucho cuidado y amor porque, por si alguien no lo sabe, las calles y esquinas son terriblemente irritantes; y las farolas desveladas de madrugada, suegras al cubo.

domingo, 7 de agosto de 2011

La Manzana Perfecta

Si bien no había logrado imaginar con certeza el color de su piel, la textura de su carne o el grado de acidez de su jugo; si bien no hubiera podido responder con seguridad si tendría semillas y una ramita corta en la punta; si bien aún dudaba sobre su tamaño y por tanto si podría alcanzar a verla -¿únicamente lo finito puede ser perfecto o tan sólo lo infinito puede llegar a albergar la perfección?- lo cierto es que sí era lo suficientemente inteligente como para adivinar su forma.

Des de pequeño solía soñar con ella al menos una vez al mes. No importaba la noche: podía soplar viento de primavera, lleno de polen amarillo y moscas de color cartón, o el aire blanco de las tormentas de hielo; podía haber luna llena o la ventana húmeda de vaho; podían brillar luces calientes dentro de unos farolillos japoneses hechos con papel coloreado -azul, violeta, rojo y naranja- junto al humo verdoso de los hombres con pipa fumando en el patio, o bien un vacío negro lleno de un silencio que, de tan muerto, parecía vivo. En cualquier estación, lugar y compañía, él tenía una y otra vez el mismo sueño:

Estaba en una estancia vacía, ancha y alta, esmaltada de blanco y con las esquinas -solamente alcanzaba a ver una, muy lejana, arriba a la izquierda, y aunque él nunca se lo planteara, aquí podemos deducir que la habitación no debía ser cuadrada pues faltaba el ángulo correspondiente debajo- rematadas con papel de oro. Se oía el correr del agua y el suelo estaba cubierto por una infinitud interminable de zapatos, un océano multicolor que se prolongaban hasta el horizonte y teñían la escena de una atmósfera agradable, casi familiar, pues de lo contrario la misma estancia desnuda hubiera resultado tan hostil y desagradable como el cuarto de un centro psiquiátrico. Sin embargo, ocurrían dos cosas extrañas con los zapatos:
- Primera: ninguno de ellos olía. No desprendían ningún tipo de perfume: ni a nuevo, ni a viejo, ni a sudado, ni a limpio, ni siquiera a desinfectado. No olían ni a tierra mojada, ni a arena, ni a agua de río, ni a moqueta inglesa, ni a mármol, ni a lana de calcetín, ni a piel limpia y hidratada con crema blanca, ni a laca de uñas, ni, por supuesto, a queso.
- Segunda: estaban todos ordenados de forma muy peculiar, en fila, como si se siguieran unos a otros, pero de modo que se iban curvando suave, casi imperceptiblemente, en unos remolinos diminutos y a la vez gigantes.
Estas peculiaridades asombraban más al personaje dormido que la propia habitación, e impregnaban la imagen de ese magnetismo característico de la ilusión. No importaba cuantas veces hubiera tenido el mismo sueño antes, siempre le embriagaba la misma sensación de incredulidad cuando, perdido en aquel enorme vació blanco, descubría que el zapato sobre el cual se arrastraba ahora mismo no olía, ni tampoco el siguiente, ni el otro, ni el de más allá. Si entonces levantaba un poco su pequeño hocico de las profundidades de aroma negra, delante de sus ojos se destapaba un universo entero: con montañas, mares, volcanes, ríos y nieblas de zapatos, todos de distintas formas, tamaños y colores, todos desparejados y sin olor. Y, en el fondo, suspendida en el aire, estaba ella: la manzana perfecta.

En ese momento empezaba a tiritar de placer, se le dilataban las pupilas y, ronroneando como un gato, se enroscaba en un laberinto de carne y aliento para intentar encerrar para siempre esa felicidad inmensa. Su abuela, que dormía a su lado con su manta de lana azul y un vaso de leche en la mesita de noche, le despertada con un beso en la frente y los ojos asustados, pensando que unos temblores como esos solo podían ser obra del diablo o de una cena pesada, cosa que era imposible pues hacía más de un mes que tan solo comían lechuga.