lunes, 25 de marzo de 2013

El final de un libro

Se acerca el final de un libro que llevo tiempo leyendo y siento, como tantas otras veces, una melancolía prematura, una ligera tristeza. En pocos días, tal vez una semana, ese libro desaparecerá de mi cotidianidad material más cercana – la mesita de noche, los trayectos de metro- y volverá a ocupar su puesto en la estantería, como un caballero que, tras la cruzada, regresara maltrecho a casa.
También mi libro presenta algunos síntomas de maltrato: las tapas, antes sedosas e impolutas, se han levantado por las puntas y llenado de rasguños, numerosas páginas están impertinentemente dobladas por los bordes y el lomo está arqueado como la espalda de un viejo. En un arrebato sentimental desearía que mi cuerpo también mostrara alguno de esos signos, alguna herida que nos hermanase y la cicatriz de la cuál tendría que recordarme, en un futuro, el viaje que hemos recorrido juntos.
Lamentablemente o no, es la vida y no los libros la única capaz de dejar ese tipo de heridas; pero incluso así me asusta comprobar que también en la literatura hay algo de inexorabilidad, de finitud. El autor habla en una de sus últimas páginas sobre las pérdidas irreparables del tiempo: la infancia, el genio, el momento que, una vez pasado, son irrecuperables. Aunque él se refiere a la vida de un poeta austriaco, encuentro en sus propias palabras algo dolorosamente insustituible, el hechizo de un presente que no volverá a repetirse.
Este miedo ancestral y casi religioso demora y agudiza los últimos días de lectura, y me siento como un comensal rebañando su plato, conocedor del hecho que, aunque vuelva a probarlo, no será el mismo. Supongo que las últimas palabras sabrán un poco así, agridulces: sin alcanzar aún la tristeza del final ya llevarán la dulzura del recuerdo.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Lluvia

Una tormenta se cierne hoy sobre Barcelona. Cuesta saber si la ciudad es la misma que ayer: el agua no sólo la ha transfigurado sino también transformado y las calles, la gente, los pequeños rebaños de paraguas grises que se arremolinan y se diluyen constantemente en las aceras destilan algo inusual, la simetría propia de un sueño, el persuasivo gesto de lo que es ficticio.
También mis movimientos se empapan de esta extraña irrealidad: las piernas andan como si cruzaran el mar y la arena asediara mis pies vacilantes; el paso se vuelve largo, pesado, obedeciendo el tempo y el carácter de una partitura invisible. Imagino que son las huesudas manos de la lluvia las que tocan hoy el piano del mundo y sus dedos resbaladizos hunden las teclas blancas pero también las negras, entretejiendo las notas naturales con las alteradas, la realidad con la ficción.
Mientras me dirijo hacia el metro en la borrosa mañana observo como los árboles se desdibujan con el viento, el reflejo amargo de las nubes en el suelo. El baile de las cosas continúa, los coches avanzan acompasados. La lluvia cae y mancha de agua la acuarela de la ciudad, borrando sus límites, mezclando sus colores. Durante unos instantes permaneceremos así, suspendidos entre dos mundos. Después, sólo habrá lluvia.

domingo, 3 de marzo de 2013

Primavera atomista


Hace unos pocos días salí al atardecer y encontré un cielo insospechadamente claro, hermosamente primaveral. 
Había estudiado ese mismo día los orígenes de la óptica como ciencia: la escuela atomista y la pitagórica se disputaban en la antigua Grecia la explicación de la naturaleza de la luz y los colores. Los primeros sostenían que la visión era el resultado de un haz de partículas que emanaba de los cuerpos y llegaba a los ojos, y a través de ellos, alcanzaban el alma; los segundos que la vista arrojaba un fuego invisible sobre la cosas, que las descubría, las tocaba y las exploraba. Bajo ese cielo mullidamente azul y prematuramente primaveral pensé que tal vez los atomistas tenían razón y las nubes, lejanamente sonrojadas de un rosáceo opalino, salían a mi encuentro en hileras ordenadas, frías y dulces al mismo tiempo, como la espuma del mar que lamiera los bordes de una playa.
Reflexionando sobre ello se me ocurre que quizás la escuela atomista ideó su teoría pensando en la primavera, y en cambio, los pitagóricos lo hicieron envueltos en las cálidas sombras del otoño, cuando un oblicuo velo de decadencia cae sobre el mundo y debemos tocar y explorar las cosas, bellas y secretas, para poder poder descubrirlas.